Por Carmen Posadas |
Cuando llevábamos dos horas y media de trayecto y nos desviaron por enésima
vez, a pesar de que llovía a cántaros y yo llevaba unos stilettos de ocho centímetros, decidí emular a los participantes en las carreras con tacones de Chueca y llegué tres cuartos de hora más tarde y hecha una sopa a mi hotel. En realidad,
estoy bastante acostumbrada a este tipo de trastornos. Vivo detrás de las Cortes, a un paso de Cibeles y a dos de la Puerta del Sol, por lo que a cada rato tengo que sufrir distintas ‘manifas’ que colapsan
el centro de Madrid. Un día son los ciclistas nudistas; otro, las ovejas trashumantes, o los animalistas, o los antitaurinos; eso por no mencionar infinitas maratones por supuestamente nobilísimas causas, así
como desfiles, carnavales, batucadas.
No cuestiono el que todo el mundo tenga derecho a manifestarse por buenas razones o incluso por otras completamente absurdas o incomprensibles para mí. Lo que me sorprende
es que nadie piense ni se preocupe por los derechos de la gente que sufre a diario esos cortes, esas algaradas. Durante las graves protestas de Barcelona, pudimos ver en la televisión a personas que rogaban a los manifestantes
que, por favor, las dejaran seguir con su vida normal. Padres con bebés en brazos atemorizados porque las llamas de los contenedores de basura incendiados llegaban hasta la primera planta en la que ellos vivían;
personas que solicitaban poder llegar a su lugar de trabajo; propietarios de cafeterías que rogaban no utilizasen las sillas y mesas de sus establecimientos como armas arrojadizas. A todas estas peticiones los indignados
reaccionaban con renovada indignación: «¿No ves, gilipollas, que es por una causa justa?», le decía un encapuchado a un restaurador. «Estamos aquí para defender tus derechos»,
aseguraba otro.
«Derechos», he ahí la palabra mágica. Todo el mundo tiene derechos, lo cual es espléndido y muy de desear, si no fuera porque jamás vienen
emparejados con la otra cara de la moneda: el derecho de los demás. O, lo que es lo mismo, ciertas obligaciones (palabra, por cierto, que la gente aplica tan poco a su persona que uno de estos días desaparecerá
del diccionario). Si a esto unimos otro factor muy común hoy en día según el cual gana siempre el que más grita y protesta, el que más ruido hace, ya tenemos la combinación perfecta
para el triunfo de la sinrazón. Es obvio que no se pueden comparar las incomodidades que sufrimos los que vivimos en el centro de las ciudades acosados por manifestaciones de tal o cual signo con lo que están
viviendo los ciudadanos de Barcelona arrollados por el tsunami democratic, pero el fenómeno psicológico que se produce es el mismo.
Cuando me tocó estar tres horas dando vueltas por Barcelona atrapada en un atasco monstruoso, me llamó la atención un dato. En todo ese largo tiempo nadie pitó,
nadie protestó, como tampoco se atrevieron a protestar el dueño del bar antes mencionado o el padre de familia ante cuya casa los manifestantes quemaban contenedores. ¿Miedo? Sin duda, pero también
resignación, docilidad, aceptación. Tan acostumbrados estamos a que otros defiendan sus derechos a gritos que se nos olvidan los nuestros. Lo malo es que esa diferencia entre los derechos de unos pocos y los de la gran mayoría silenciosa son el caldo de cultivo perfecto para nuevas tensiones, nuevas amenazas. Según las encuestas,
en este momento, el partido que más sube en intención de voto es VOX. En tiempos inciertos y desordenados la gente busca lo que cree que pueda representar orden. Se polarizan las posturas, se vuelve «al
que no está conmigo está contra mí», al blanco o negro sin matices, a soluciones fáciles para problemas complejos. Miedo da solo de pensarlo.
© XLSemanal
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