Por Carlos Ares (*) |
Ya muerto, muchos años más tarde, me enteré por mi vieja de una historia familiar que no conocía. Cuando murió Evita, él se negó
a vestir la cinta negra en el brazo del saco en señal de luto. Atendía un bar en una esquina de Sarandí al que algunos parroquianos llegaban a caballo. Despacho de bebidas, cuatro mesas y un billar. Resistió
las provocaciones, amenazas y el boicot promovido por el “jefe de manzana” peronista, un puntero político del barrio. Al fin, decidió cerrar. Nos mudamos a Villa Domínico. Mi viejo consiguió
laburo de obrero. Nunca se quejó ni se lamentó por eso. Ni siquiera me lo contó.
Adolescente en los 60, formateado en la cultura revolucionaria, en la resistencia a los golpes de Estado, habituado a convivir con la violencia política, convencido de que había
al fin una salida pacífica y democrática cuando Perón regresó al país, mi primer voto fue para el peronismo. Mi viejo no dijo una palabra. No había discusiones ni grieta en casa. El
era más de escuchar. Ahora sé que eso viene con la edad.
Muerto Perón, a pesar de Isabel, López Rega, la Triple A, de los Montoneros, de Videla, de la dictadura, de las amenazas que me obligaron al exilio en España,
cuando se recuperó la democracia opté nuevamente por el peronismo. ¡Voté a Luder, que proponía aceptar la amnistía dictada por los militares para evitar que se investigaran sus crímenes!
Mi cuotaparte de la culpa que me hubiera perseguido toda la vida me la salvó la mayoría que votó al radicalismo. El histórico juicio que impulsó Alfonsín permitió condenar a
los criminales. Los sindicatos peronistas le declararon 13 huelgas generales y tuvo que anticipar la entrega del poder en 1989.
Voté a Menem, peronismo otra vez. Leche contaminada, negociados, contrabando de armas, liquidación de bienes del Estado, licitaciones amañadas, escándalos.
Yoma, Dromi, Vicco, Spadone, Manzano. La pi-zza y el champagne, el uno a uno, la mafia sindical instalada, los señores feudales en las provincias, la corrupción empresaria, la “cultura” menemista
prostituyó la disputa democrática del poder en todos los ámbitos. Menem fue reelecto, pero ya no con mi voto.
Dejé de creer para siempre en el peronismo. En sus mitos, en sus versos, en sus líderes, en su fanatismo religioso. Como la Iglesia, prometen a los bienaventurados pobres
que de ellos será el reino de los cielos, la “justicia social”, al mismo tiempo que los violan en sus derechos y los mantienen de clientes. Mi play list de candidatos en los años posteriores coincidió
con sentimientos de ocasión. Más que una elección pensada era una apuesta, una ficha tirada al paño de alguno que me pareciera un socialista democrático creíble.
No hay triunfo o derrota individual en el voto. Si bien nos miramos, hace ya mucho tiempo que acá la mayoría pierde aunque en su momentos nos creemos ganadores. El verdadero
poder, el de los sindicatos, los empresarios corruptos y la Justicia cómplice, permanece mientras el del candidato elegido se escurre desde el primer día como arena entre sus manos.
Aún así, a pesar de todo, la antigua y formidable democracia depura lentamente el aire y las relaciones contaminadas por los robos y las mentiras de tipos miserables. Las
redes sociales aceleran el procedimiento. Se sabe más, se elige mejor. Quedan todavía muchos Pino Solanas, Felipe Solá, Massa, Alperovich, Moyano y tantos otros. Pero ya no Aníbales Ibarra o Fernández,
De Vidos o Boudou.
Llegué a la edad, viejo, le digo a la foto. No tengo más la obligación legal de ir a votar. Pero mientras pueda voy, y te llevo conmigo. Hay que seguir echándole
ganas a la máquina.
(*) Periodista
© Perfil.com
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