Por Jorge Fernández Díaz |
La "progresía" se encontraba por entonces en manos de alfonsinistas, desertores del peronismo, desahuciados del estalinismo argento, socialdemócratas sin partido,
y de un nuevo "medio pelo" que escuchaba a Silvio Rodríguez en las butacas sin riesgos del Luna Park.
Cristina Kirchner, por aquellos años, tampoco comulgaba con esa cultura inespecífica pero
prestigiosa, aunque no podía resistir la tentación de perfumarse con su esencia y de soñarse de vez en cuando como una elegante socialista ibérica del Corte Inglés.
Kirchner sostenía, acertadamente, que la izquierda da fueros, porque crea una falsa superioridad moral y porque con ella es fácil conquistar a artistas, pensadores y a
una ruidosa infantería sensible de clase media; también psicopatear a los críticos, dorar la píldora y meter el perro. Para llevar a cabo esta impostura, el gran intérprete de Río
Gallegos recurrió -como enseña Stanislavski- a la memoria emotiva: tenía vagos recuerdos de los setenta, donde su papel había sido borroso y periférico, y exhumó la epopeya y la simbología
de entonces; se ocupó de lo que jamás le había interesado (los derechos humanos) y hasta se puso a estudiar contra reloj La voluntad, de Caparrós y Anguita, para documentarse sobre lo que no había vivido y debía reencarnar en una versión nueva y pasteurizada. El peronismo
lo miraba atónito, sin comprender esa súbita metamorfosis ni decodificar su formidable astucia ficcional.
Algo parecido sucede ahora, cuando Alberto Fernández busca montar la misma obra, aunque con distinto libreto y nuevas máscaras. O mascarones de proa. La película
la está dirigiendo un auténtico cineasta: el perdedor serial de comicios Marco Antonio Enríquez-Ominami, ideólogo ilustrado del Grupo de Puebla. Los justicialistas se preguntan por qué militar
en ese club de bochas donde pernoctan retirados de diverso pelaje, como José Luis Rodríguez Zapatero (amigo de Maduro y uno de los peores presidentes de la España moderna) y el animador de la televisión
rusa Rafael Correa. La jugada de Alberto, lejos de lo que parece, es a varias bandas y muestra su inteligencia táctica. Como su maestro, intenta recubrir ahora sus medidas pragmáticas y dolorosas con el papel
dorado de la centroizquierda, y amortiguar así con relato ideológico los malos tragos. También intentará eludir de esta manera la reconstrucción del eje bolivariano, que es un quemo en todo
el mundo, por el simple método de abrazar a sus líderes y esconderlos en las piezas interiores de Puebla, jabonería de conspiradores que resulta un verdadero Laverap del "socialismo del siglo XXI".
Allí Mujica, Dilma y compañía blanquean a los impresentables de La Habana, Caracas y Managua, y por supuesto al heraldo cocalero, Evo Morales. La idea consiste en presentarlos como si fueran lo mismo,
igualar a "revolucionarios" con "reformistas", y a quienes rompen el sistema institucional para crear regímenes regresistas y autoritarios, con izquierdistas moderados de vocación republicana.
Mezclar en una sola materia indivisible a la socialdemocracia con el mismísimo populismo izquierdoso que la desprecia y viene a destruirla, para que de lejos parezca el mismo animal, aunque cualquiera sabe que una cosa
son los cobayos y otra muy distinta las ratas. Esa alianza precaria e incipiente funciona como un living de puertas giratorias donde Alberto puede convivir provisoriamente con Cristina, contentar a Diosdado, cenar con Serrat
y Sabina, conversar con Macron y quizá proponerle a Trump una relación similar a la que desarrolla el poeta de doble filo Andrés Manuel López Obrador: pico inflamado para la gilada doméstica,
pero alineación comercial y profunda con los socios de Washington.
Existe, sin embargo, una tercera dimensión y es la apropiación indebida de la franquicia "Progresismo". Que a Fernández le servirá para intentar
dividir el inesperado y muy nutrido núcleo opositor. Como aparecen progres a ambos lados de la grieta (también hay derechistas y centristas), esa marca le proporciona al exjefe de Gabinete la posibilidad de volver
a ejercer chantaje emocional sobre las "almas bellas". La disputa central de la política argentina no se define entre izquierdas y derechas, sino entre un movimiento populista que tiende a la hegemonía
y un movimiento republicano que plantea el modelo del país normal.
Algunos progres de Cambiemos y sus alrededores están cansados de aguantar los trapos y compartir amargo destino (pagar la fiesta) con liberales y conservadores, y necesitan de
vez en cuando una gárgara de progresismo que les quite el sabor metálico de la pura realidad. Eso los predispone a comerse la curva, a entrarle al trapo, a comprarse cualquier buzón. Alberto reconoce esa
debilidad personal y la trabajará con ahínco. Los diez millones de votantes -el 40 por ciento del electorado-, aquellos que se movilizaron masiva y entusiastamente por una idea de república y que tuvieron
su 17 de octubre republicano, adoptaron una épica inédita y están muy atentos a sus representantes de distinto cuño. Las defecciones serán duramente castigadas. Este fenómeno popular,
poco estudiado por los intelectuales y directamente ninguneado por algunos periodistas, es una novedad inquietante. Y tal vez haya minado un poco el crédito de Alberto frente a Cristina; de ahí su brusca "cristinización"
de las últimas semanas. La Pasionaria del Calafate le había reclamado una escribanía parlamentaria, y las cifras finales del escrutinio defraudaron ese sueño imperial. Alberto se propone hoy hacer
con seducción lo que no consiguió hacer con campaña: mermar los bloques republicanos y liberarle las manos a la arquitecta egipcia.
La extenuante polémica alrededor del golpe al golpista de La Paz debe entenderse en el contexto de esta nueva carta náutica. Ciertas voces peronistas, en medio de la retorcida
crisis de Bolivia, plantearon que el cuarto gobierno kirchnerista debería barajar alguna vez la chance de tener un Ejército y una fuerza de seguridad propios, réplica de la política desplegada por
Perón con las viejas Fuerzas Armadas y con las policías, que espiaban y reprimían a sus órdenes. Ese esquema, que Chávez y Ortega han copiado, es una peligrosa ocurrencia nacionalista. Que
aquí se contrapone con la frívola y militante aversión por los uniformes, show progre que el kirchnerismo exacerbó para usar a los militares como espantapájaros, siendo que los ejércitos
argentinos, felizmente, se habían desideologizado hacía rato, y que en la actualidad despliegan un severo profesionalismo democrático y ajustado a la ley. En este tema, nacionalistas y progres tienen una
discrepancia nodal; la chance de que puede haber un progresismo tolerante con la corrupción es otra de ellas. Ominami bascula entre la autocrítica por haber tolerado la venalidad y la denuncia del lawfare, que
es un truco para que los corruptos salgan libres.
A no pocas plumas de Europa y Estados Unidos, que conforman la nueva gauche divine, les parece admisible que "la izquierda latinoamericana" avance rejuntada y sin distingos,
y se tome incluso prerrogativas despóticas, siempre y cuando no se le ocurra exportarlas al hemisferio norte. Ya saben: nosotros y los africanos debemos contentarnos con poco, y asumir una democracia bananera y una
izquierda cesarista. He aquí una auténtica mentalidad colonial, acatada en casa por los supuestos "emancipadores". Que por una extraña paradoja de la historia funcionan, así como cipayos
culturales. La Nueva Patria Socialista de Alberto también obrará milagros: convertir en progres a Manzur, Gioja, Capitanich y Gildo Insfrán; a los barones más rancios del conurbano y a sindicalistas
multimillonarios que se aprenderán la Internacional para cantarla de viva voz en la sede de Camioneros.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario