Por Javier Marías |
Una mañana bajé a echar basura a los contenedores, y una señora de normalísimo aspecto me reconoció y me dijo: “¿Por
qué no escribe un artículo diciendo que en Cataluña no nos estamos matando los unos a los otros, ni nos comemos a los niños?” Le contesté que lo haría con gusto de darse el caso,
pero que no había leído ni oído que nadie afirmara semejantes cosas. Sin apenas transición, me preguntó: “¿Ha visto los vídeos de la policía saqueando las tiendas
durante los disturbios?” Le dije que no y que me parecía improbable: “Los policías y los mossos están muy controlados”. Se empeñó en mostrarme las imágenes. Sacó
su móvil y me enseñó a unos policías (creo, hacía sol y estábamos en la calle) en el interior de un comercio, trajinando. “Yo no veo que estén saqueando”, apunté;
“pueden estar recogiendo, o verificando desperfectos, quién sabe”. Su respuesta fue tan tajante que el diálogo resultaba imposible, como si me hubiera espetado: “¿Va a dar más crédito
a sus ojos que a los míos?” “Pues yo los veo saqueando”, concluyó. Me limité a añadir: “Qué quiere que le diga. Pero insisto en que me parece improbable; están
muy controlados y ellos mismos graban con cámaras sus intervenciones”.
Me quedé muy pensativo. Si esa señora (educada y tratable) había recibido el vídeo en su móvil con la falsedad de que los agentes estaban robando,
no sólo la daba por buena y cierta, sino que veía lo que le habían indicado que viera, por más que no se viera y que las imágenes fueran neutras y nada elocuentes. Que corran por las redes
todo tipo de montajes, falsificaciones, escenas sacadas de contexto y “explicadas” con mala fe, bueno, es lo propio de las redes, y con ocasión del referéndum del 1-O ya circularon fotos y vídeos
que, para exagerar la bruta reacción del Ministro del Interior Zoido, no se correspondían con el lugar ni la fecha. Lo que me dejó meditabundo fue que la señora se creyera la consigna a pie juntillas
y viera lo que le habían sugerido que viera. Estamos en un punto, pensé, en el que demasiados catalanes han perdido de vista por qué sucede lo que allí sucede. Hace pocos años era un sitio
en el que se vivía comparativamente de maravilla (aún es así, pese a los denodados esfuerzos de los independentistas para arruinarlo): una de las regiones más prósperas de Europa, es decir,
del mundo; dinámica y llena de atractivos, con el único peligro de morir de excesivo éxito a manos de los turistas; con un autogobierno que ni siquiera disfrutan los Länder de un país federal
como Alemania; con sus propios Parlament y Govern y docenas de competencias transferidas; con su lengua y su cultura cuidadas y mimadas; un lugar plenamente libre, en el que se vota sin cortapisas desde hace cuarenta años
y cuyos principales partidos han participado en la gobernación del Estado. La idea demente de que en realidad los catalanes viven oprimidos y expoliados ha sido inoculada por una cuadrilla de políticos sin escrúpulos
y por sus medios serviles, que —eso dicen muchos catalanes— no tenían otra intención que crear una gigantesca cortina de humo que tapara la famosa corrupción conocida como “comisiones
del 3%” (la cual, según esos catalanes, sería más bien del 4% o el 5%). Lo asombroso es que, si esa era la cuestión, lo hayan conseguido con creces: hace años que ya no se habla del
3%. Ni siquiera se habla de la monstruosa fortuna amasada y confesada por Jordi Pujol y su progenie. Ante la maniobra de diversión del procés, es como si nada de eso hubiera ocurrido, o como si no importara.
Yo no creo que los catalanes decentes sean tan indiferentes al latrocinio institucionalizado de sus líderes señoritiles. A veces pienso que, si hoy se preguntara a
algunos de dónde viene el odio que expresaban los rostros de quienes insultaron, escupieron y golpearon a los invitados a los Premios Princesa de Girona; de dónde viene la furia de los que queman Barcelona y
cortan el ferrocarril y las carreteras; de dónde la imperiosa necesidad de crear un Estado propio abocado a ser un Estado-paria, yéndoles las cosas tan objetivamente bien como les iban, esas personas no sabrían
contestar, o no con coherencia y verosimilitud. Nadie en el mundo se siente afrentado por lo que pasó en 1714, sería tan ridículo como si los madrileños aún odiáramos a los franceses
por la carga de los mamelucos y los fusilamientos de 1808, casi un siglo más cercanos. Cuando uno ya no sabe el porqué de sus odios, pasiones y acciones, cuando uno es incapaz de pararse a pensar si hay para
tanto y si en verdad está esclavizado, o si solamente lo han persuadido de que lo está unos políticos egoístas, codiciosos y culpables de un fraude masivo… Si uno no es capaz de desenmascararlos
y de salir del engaño y del ensalmo, sólo cabe que otros insistamos cuando haga falta y les digamos, al menos, que la mayoría de sus compatriotas no vemos lo que se los ha inducido a ver, desde hace ya
siete largos años.
© El País Semanal
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