Por Guillermo Piro |
Al igual que con William Strunk Jr.
y E.B. White en el clásico Elementos de estilo (dos millones de ejemplares vendidos y una recomendación firmada nada menos que por Stephen King), la regla parece ser: “Omite las palabras inútiles”.
A las voces de los grandes detractores del uso de adjetivos y adverbios, entre cuyos campeones se encuentran Ernest Hemingway (“Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes
como ‘espléndido’, ‘grande’, ‘magnífico’, ‘suntuoso’”) y Elmore Leonard (“Usar adverbios es pecado mortal. El escritor se expone a sí mismo usando
una palabra que distrae e interrumpe el ritmo de la conversación”), acaba de sumarse ahora el papa Francisco, que en septiembre aconsejó al personal del Vaticano que “no use adjetivos o adverbios”,
como en expresiones del tipo “verdaderamente cristianos”, a las que se declaró alérgico.
Al cruce de estos consejeros crónicos acaba de salir en The Guardian un artículo de Oliver Burkeman en el que declara no estar de acuerdo (¿quién lo hubiera
dicho?). El artículo se titula “Cuando el Papa nos aconseja cómo escribir, ¿debemos escucharlo?”, y Burkeman, que se ha tomado un trabajo al que pocos se han atrevido, esto es leer los escritos
del Papa, dice haber encontrado en ellos muchos adjetivos y adverbios. Y ya que estamos tiene para darle también al bueno de McCarthy, porque es obvio que no hay que ser redundantes, ya que de otro modo no diríamos
“redundantes”. Burkeman recuerda al lingüista Geoffrey Pullum, para quien “omitir palabras inútiles” suena un poco sospechoso, dado que es obvio que no se deben omitir las palabras indispensables,
de modo que el adjetivo “inútil” es inútil. La objeción de Burkeman a todos estos consejos de eliminar todo lo superfluo (y hay muchos más) es esta: ¿superfluo en relación
a qué? “La necesidad o la superfluidad dependen de un fin, pero es raro que sea declarado explícitamente”, dice.
¿Y si la verbosidad científica desdeñada por McCarthy no es tal porque los autores no saben hacerlo mejor sino porque su objetivo no es solo el de comunicar, sino
el de exponer sus conocimientos, tarea de la que por lo general están exentos los novelistas?
Un novelista de talento, dice Burkeman, puede explotar su verbosidad con fines comunicativos: “¿Cuántas de las palabras de la nueva novela de Lucy Ellmann, Ducks, Newburyport
[n. de la r.: 1.040 páginas ocupadas por una sola oración de 426.100 palabras] son indispensables? O más aún: ¿cuántas novelas son indispensables? ¿Cuántas de todas las palabras
escritas debían necesariamente ser escritas?”
Según Burkeman, por lo general la claridad al expresar un concepto tiene poco que ver con el estilo: la peor verbosidad con la que podamos toparnos rara vez se debe a una falta
de síntesis, sino al hecho de que el escritor todavía no entendió lo que está tratando de decir y afronta otros problemas, pero no ese.
Y ahora el consejo de Oliver Burkeman: “En vez de ‘omitir las palabras inútiles’, traten de ‘hacer un esfuerzo útil’: oblíguense a
formular exactamente en sus cabezas el mensaje que quieren transmitir, y escribirlo resultará más fácil”. Al fin un buen consejo.
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