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miércoles, 27 de noviembre de 2019

Cine de superhéroes

Por Juan Manuel De Prada
Unas declaraciones del director Martin Scorsese sobre el cine de superhéroes han provocado gran indignación entre las masas cretinizadas y ofendiditas. Para el viejo maestro, tales películas tienen más que ver con los parques temáticos que con el cine; o, al menos, con el cine entendido al modo clásico, que Scorsese considera que debe brindarnos –como ocurre siempre con las obras auténticamente artísticas– «una revelación» estética, emocional y espiritual.

Y esta revelación se logra, a juicio de Scorsese, a través de unos personajes de «naturaleza contradictoria y a veces paradójica» a los que vemos «lastimarse unos a otros y amarse y de repente encontrarse cara a cara con ellos mismos». Y, por añorar este cine que alumbraba la complejidad del alma, Scorsese se revuelve contra esos engendros audiovisuales de tramas infantiloides, personajes estereotipados y un apabullante despliegue de efectos especiales que se cocinan en los despachos de los directores de marketing.

¡Y a mí que me parece que el gran maestro se ha quedado corto! El auge de las películas de superhéroes es un síntoma gigantesco de la decadencia de nuestra civilización, que se expresa parasitando y destruyendo una forma de expresión artística como es el cine. Porque, en efecto, las películas de superhéroes constituyen un ejemplo (aunque, desde luego, no el único, ni siquiera el más llamativo) de una involución artística lamentable, en la que el arte deja de ser «una revelación» que nos ayuda a alumbrar el misterio humano para convertirse en un espectáculo de barraca, en una máquina de prestidigitaciones que nos deja suspensos y patidifusos, con su despliegue de pirotecnias más o menos virtuosas. El cine entendido a la manera clásica ha sido suplantado por un cine efectista, apabullante en su apoteosis de trucos y trepidaciones, que provoca en sus espectadores una suerte de hipnosis visual y, a la vez, una gran descarga adrenalínica (al modo de un videojuego). Y esta regresión, además, se ha acompañado de una prolijidad y un perifollo (por lo demás, superfluos) en la exposición de las historias. Hoy, hasta las películas de argumento más ínfimo o archisabido ocupan dos horas corridas en su exposición de menudencias o chorraditas. Lo que los maestros de antaño solventaban con cuatro planos sintéticos que servían para ponernos en antecedentes sobre el contexto de la historia y la «naturaleza contradictoria y a veces paradójica» de los personajes requiere, en manos de los cineastas contemporáneos, un fárrago de imágenes estiradas hasta la náusea, casi siempre vacuas o redundantes que, además, sólo albergan personajes unidimensionales, vacuos o infantilizados.

Pero, como decíamos, Scorsese se queda corto en sus apreciaciones sobre el cine de superhéroes. O, más que quedarse corto, se queda en el plano estrictamente artístico, tal vez temeroso de atraer las iras de las masas cretinizadas justo cuando está promocionando su última película (que, mientras escribo estas líneas, aún no se ha estrenado). Pero lo cierto es que el auge de este cine obedece a causas muy profundas que sólo pueden ser plenamente entendidas en un contexto de crisis civilizatoria. Nos habla de una época que ha perdido la vibración de la poesía y ya no puede emocionarse con pequeñas historias cotidianas, con personajes vulgares, con peripecias modestas; una época que necesita certificar su repudio de la sencillez con estrépitos y fantasmagorías impactantes, porque tiene tanto callo en el alma que sólo puede reaccionar cuando se la taladran. Nos habla también de una época presuntuosa, maniquea, muy burdamente esquemática en su intento de dilucidar el mundo. Nos habla de una época que se regodea en los entretenimientos más plebeyos y estereotipados, que es el destino fatal de todas las épocas sin tradición, en las que la gente –buscando ansiosamente las experiencias originales o novedosas– acaba desarrollando los gustos más gregarios. Y nos habla, en fin, de una época hasta hace poco eufórica y engreída que mató a Dios, como quería Nietzsche, para descubrir a la postre que la vida de los superhombres nietzscheanos es en puridad vida de humillaciones sin cuento. Y, para sublimar su fracaso, nuestra época se consuela con películas de superhéroes, un entretenimiento plebeyo e idiotizante que, a la vez que anestesia nuestro dolor, nos devuelve a un estadio de arrobo infantil, en el que –mientras contemplamos a unos tipos ridículamente vestidos con capas reflectantes y leotardos de colorines que se lanzan relámpagos y hacen volatines– podemos olvidarnos de nuestra desdichada vida sin Dios y sin superhombres nietzscheanos.

© XLSemanal

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