Por James Neilson |
En efecto, no bien se confirmó que, a pesar de la remontada espectacular de las semanas que siguieron a las PASO que le permitió agregar más de dos millones de votos a los conseguidos el 11 de agosto, Macri no lograría superar a Alberto Fernández, quienes mandan en el “espacio” que formalmente representa comenzaron a ponerlo en lo que a su juicio será el lugar apropiado, el de un subordinado a la jefa máxima que tendrá que obedecer sus órdenes.
Fueron los primeros disparos en una batalla que se intensificará en cuanto el nuevo gobierno comience a luchar contra la crisis económica inmisericorde que está asolando el país. Para impedir que todo se desplome, le será forzoso tomar una serie de medidas antipáticas del tipo que, antes de las elecciones, hubiera calificado de inhumanas. Huelga decir que mucho dependerá de lo que se proponga la señora. Es factible, si bien nada probable, que se haya cansado del traicionero mundo político y sólo quiera que la dejen en paz, pero su conducta a partir del domingo pasado hace temer que, como dijo Talleyrand de los Borbones franceses, no haya aprendido nada ni olvidado nada de la experiencia reciente.
Por cierto, al flamante presidente electo no puede sino haberlo molestado la voluntad evidente de Cristina de opacar su hora de gloria recordándole que es sólo una pieza más, una menos importante que Axel Kiciloff, en una máquina política que fue construida por ella. Para Alberto la reunión que celebró con Macri el día siguiente habrá sido mucho más amena que el show coreografiado por su compañera de fórmula que se montó en el cuartel general del Frente de Todos (y todas) en Chacarita para festejar la victoria del peronismo provisoriamente reunido bajo su hipotético liderazgo.
Además de dar protagonismo a Kiciloff, Cristina se las arregló para mantener alejados del palco a los gobernadores provinciales que habían apoyado al hombre que está por mudarse a la Casa Rosada y Olivos. Sin intentar disimularlo, quienes se suponen los dueños auténticos del triunfo de Fernández ya hayan comenzado a serrucharle el piso. El más fogoso resultó ser Kiciloff; claramente harto de cumplir el papel del moderado bueno que lo había ayudado a erigirse en gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, con la bendición de Cristina se dio el gusto de despotricar con furia contra la gestión de María Eugenia Vidal, contra Macri y contra todos los demás que, según él, dejarán a sus sucesores una tierra arrasada.
¿Y Alberto? Aunque comprenderá que le conviene que quienes lo votaron se preparen para enfrentar los tiempos muy difíciles que les aguardan, todo hace pensar que está más interesado en intentar reconciliarse con los muchos que temen al eventual regreso del kirchnerismo fanatizado que en declararles la guerra.
Mientras dure la transición, Fernández tendrá que tratar a Macri como un colaborador valioso, lo que, a pesar de que por razones misteriosas ajenas a la política los dos parecen despreciarse mutuamente, no debería ocasionarle demasiados problemas. La relación con Cristina y su rottweiler, Kiciloff, será más complicada. La señora que, por lo de interpósita persona y a sabiendas de que le sería difícil romper la barrera del 35 por ciento de aprobación pública, le entregó la presidencia de la República, no está acostumbrada a permitir que sus sirvientes cuestionen su autoridad, pero extrañaría que el beneficiado por su dedo todopoderoso lo entendiera de la misma manera. Como Macri cuatro años antes, Fernández querrá “cambiar la historia” de un país que, para muchos, fue el fracaso más llamativo del siglo pasado y que, en las dos primeras décadas del actual, ha continuado autofagocitándose hasta tal punto que corre peligro de sufrir un destino tan penoso como el de Venezuela.
Aunque perdió por un margen significante, Macri tiene motivos para sentirse muy satisfecho con su propio desempeño, ya que fue en buena medida gracias a sus esfuerzos que Juntos por el Cambio se impuso en muchos puntos clave del país. Con todo, aunque se ha comprometido a encabezar una oposición constructiva y sana al gobierno de Fernández con la esperanza de volver al poder en diciembre de 2023, no extrañaría que pronto se viera convertido en un aliado imprescindible de un político rival que tiene la mala suerte de estar rodeado de personajes nada confiables de ideas que le son ajenas.
Antes de las PASO, la campaña electoral giró en torno de la economía por tratarse del flanco más vulnerable del oficialismo cuyos voceros, que rendían culto a la autocrítica, apenas se animaban a defender la gestión de su jefe, pero una vez recuperado del choque psicológico que les asestaron los resultados de la gran encuesta, los macristas, con su líder súbitamente metamorfoseado en un caudillo tradicional al que le encantan las multitudes enfervorizadas, lograron instalar otros temas, entre ellos la corrupción rampante de los años kirchneristas, una política exterior a un tiempo esperpéntica y peligrosa, y el escaso respeto por las reglas republicanas del gobierno de Cristina, además de señalar que ideólogos despistados como Kiciloff habían aportado muchísimo al desastre económico que, merced a la amnesia colectiva, su rival estaba aprovechando con éxito aparente.
Así pues, para desazón de quienes esperaban derrotar al macrismo por un margen todavía mayor que el anotado en las PASO, los peronistas tuvieron que conformarse con menos del cincuenta por ciento de los votos. De no haber sido por la decisión de tantos compañeros presuntamente “racionales” de cerrar filas detrás de Fernández por suponerlo capaz de mantener acorralados a los kirchneristas, Macri pudo haber sido reelegido, algo que, dadas las circunstancias nada felices en que se encuentra el país, hubiera sido realmente asombroso.
Aunque no cabe duda de que Fernández hubiera preferido un resultado mucho más contundente que el del domingo, uno superior al registrado por Cristina en 2011, la verdad es que no le viene del todo mal el que la mitad del electorado se haya negado a darle el respaldo abrumador que creía merecer. Si aspira a gobernar como el mandatario de un país democrático “normal”, no como el comandante de una frenética y sumamente destructiva yihad bolivariana contra el satánico imperialismo neoliberal yanqui, contará con el apoyo o, cuando menos, con la aquiescencia de una parte sustancial del cuarenta por ciento que votó a favor de Juntos por el Cambio. Lo reconozcan o no, en el fondo tanto él como muchos otros peronistas “racionales” tienen más en común con los simpatizantes de Macri que con los militantes nac&pop de La Cámpora.
Como suele ocurrir en la mayoría de los países democráticos, aquí importa mucho el status socioeconómico y nivel educativo de los votantes. En términos generales, los más pobres apoyaron masivamente a los Fernández, mientras que la mayoría de los demás se inclinó por Macri y Miguel Ángel Pichetto. Desgraciadamente para estos, la depauperación creciente de una parte sustancial de la población les jugó en contra. Mientras que la Argentina relativamente desarrollada se afirmó macrista, el país tercermundista, para emplear una calificación ya un tanto anticuada pero útil, permaneció fiel a las distintas variantes del populismo peronista que tanto han contribuido a consolidar la miseria En otras palabras, el conurbano bonaerense, en combinación con reductos de pobreza similar en el resto del país, derrotó a la Capital Federal y otras ciudades importantes, además de las provincias de Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Mendoza y, para sorpresa de muchos, San Luis, que prefirieron la opción planteada por Macri.
Así las cosas, nos guste o no nos guste, hasta nuevo aviso serán los habitantes del conurbano, que por lo común se resisten a prestar atención a quienes hablan de la necesidad de reformas estructurales, los que deciden el rumbo que tome la Argentina en su conjunto. Los macristas, cuyo “neoliberalismo”, denunciado no sólo por los kirchneristas e izquierdistas sino también, a menudo sotto voce, por muchos radicales, consistió en nada más siniestro que el deseo tibio de reducir la brecha entre el gasto público y los ingresos del Estado, no consiguieron convencerlos de que les serían beneficiosos los cambios que tenían en mente.
¿Tendrán más suerte los equipos de Alberto Fernández si, en busca del santo grial del crecimiento, intentan modernizar zonas que están dominadas por la muy conservadora cultura de la pobreza? A los macristas los acusaron de ensañarse con la clase media, o sea, con su propio electorado; es tan mala la situación en que se encuentra el país que los peronistas pronto podrían verse obligados a hacer lo mismo con el suyo.
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