Por Isabel Coixet |
Los más jóvenes se llamaban Bambo, Mihai y Kristov, tenían 31 años; el mayor, Severo, tenía 84. La mayoría estaba en la cincuentena.
Desde 2016 han muerto, sólo en la ciudad, 208 personas. En España, según Cáritas, hay 40.000 personas que duermen al raso. No parece una gran cifra si
los comparamos con los 59.000 homeless de la ciudad de Los Ángeles. O los 63.000 de Nueva York. Cifras que a primera vista parecen manejables, insignificantes
incluso, si las comparamos con los millones de personas en el mundo que padecen hambre y miseria. Cifras que nos podrían hacer pensar que es un problema endémico pero manejable.
Es nuestra actitud hacia esa comunidad que vive entre nosotros, a tan sólo unos metros de donde paseamos o dormimos, lo que es revelador. A veces, al verlos, nos decimos que
para atenderlos ya están los servicios sociales, las instituciones, las asociaciones solidarias. Muchas veces, a la hora de echar una mano, nos vamos a fijar en países y comunidades remotas, como si los que necesitan
ayuda cerca de nosotros nos molestaran con su dolor demasiado visible, demasiado palpable.
Preferimos enviar dinero, en sobres sanitizados con caras de niños sonrientes, a miles de kilómetros que detenernos un momento a devolverle el saludo a la mujer de
pelo revuelto y dientes escasos que duerme en el cajero automático al lado de nuestra casa.
Nos resulta difícil saludarlos, mirarlos a la cara, reconocerlos como nuestros semejantes. A menudo, estos hombres y mujeres que arrastran sus escasas pertenencias en un carrito
desvencijado lleno de mugre nos aterran. Los miramos de reojo y, por un momento, albergamos la terrible fantasía de que somos ellos, de que nos cubrimos con cartones para combatir el frío y de plásticos
para combatir la lluvia. Que luchamos cada día contra la locura, la soledad, la indiferencia, la incertidumbre de no saber dónde dormiremos hoy ni mañana ni pasado, qué comeremos, dónde iremos
al baño.
Y en esos instantes medimos la escasa distancia que nos separa de ellos, lo fácil que puede derrumbarse nuestra vida de hipotecas, obligaciones, deberes, certezas.
Rápidamente volvemos a nuestra confortable realidad, alejándonos de ese hombre o de esa mujer que nos devuelven una imagen que nos negamos a ver, porque es demasiado
terrible. Y horriblemente real.
© XLSemanal
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