Por Carmen Posadas |
El primer año es el más
duro. No solo por la sorpresa y el dolor de la pérdida, sino porque todos los días se enfrenta uno a lo que yo entonces llamaba ‘nuevas y pequeñas muertes’. Me refiero a aquello que uno ha
de hacer por primera vez sin la persona que se ha ido. Una pequeña muerte es la primera Navidad sin él o ella; otra, el primer cumpleaños; el primer aniversario; el primer veraneo. También lo son
el volver a ese restorán que era su favorito, oír determinada canción, ver tal película. Por suerte, el tiempo de las pequeñas muertes no dura mucho y se puede conjurar, solo es cuestión
de no alimentar demasiado al fantasma de la nostalgia. Hay a quien le gusta mantenerlo vivo, pero yo lo no hice, y me alegro. Sirve de poco regodearse en lo que fue y ya no es.
Por supuesto que cada uno lleva el dolor como puede, y quién soy yo para impartir doctrina, pero pienso que es preferible usar poco el retrovisor. Uno no olvida, pero acomoda
los recuerdos, los almacena donde menos duelen y así empieza a pasar el tiempo. El tiempo, que todo lo atempera y, sin embargo, descubre uno entonces que, si bien ha exorcizado al fantasma de la ausencia, también
al de la nostalgia, aparece algo más tarde otro espectro al que podríamos llamar ‘el de las comparaciones’. Hablo de las que, sin querer, establece uno entre el que ya no está y las nuevas
personas que empiezan a ocupar un lugar similar en nuestras vidas, un nuevo amor, una nueva ilusión. Este tercer fantasma es muy latoso y sobre todo muy injusto porque los muertos son imbatibles. A las virtudes que
tenían en vida se unen ahora todos los atributos –verdaderos, o, en muchos casos, falsos– con los que uno idealiza y adorna el recuerdo de quien se ha ido. Los vivos no son perfectos; los muertos, en cambio,
sí; y los primeros pierden siempre en las comparaciones. Por eso es conveniente liquidar cuanto antes a este fantasma, se trata de un pésimo compañero de viaje; cada persona es única e irrepetible
y no sirve de mucho buscar clones o fotocopias.
Y vuelve a pasar el tiempo, corren los años y llega uno a una especie de limbo en el que ya no añora. La vida sigue, hemos pasado página y puede uno incluso
llegar a pensar que lo vivido antes es ya un capítulo cerrado. La persona a la que un día amamos comienza entonces a difuminarse levemente. Su recuerdo ya no duele, disminuyen las comparaciones y se acomoda uno
a un nuevo presente. La vida se llena de nuevas relaciones y el que perdimos se convierte en poco más que una foto vieja. Y es natural e incluso sano que así sea, pero de vez en cuando uno se reprocha el ser
tan desamorado. «¿Cómo es posible que ya ni siquiera note el vacío de su ausencia?», se dice uno. A quien esté en esta fase le diré que, al cabo de unos años, la vida guarda
una nueva sorpresa. Esa pérdida que primero fue dolor, luego ausencia y más tarde incómodo fantasma que le complica a uno la vida, a la hora de volver a enamorarse, de pronto, adquiere otra dimensión
y se convierte en compañía. Está ahí, pero no duele; se nota, pero no se ve; se siente, pero no pesa. Quien cree en el más allá tendrá fácil ponerle un nombre a esta
sensación y se dirá que tal vez ese alguien al que tanto amó lo protege y tutela desde arriba. El no creyente la notará también, eso es seguro, solo que tendrá que buscarle otro nombre.
Tal vez la llame ‘una energía’ o ‘una presencia’. Porque otra cosa que uno aprende a medida que pasan los años es que los que se han ido no se resignan tampoco a perdernos. Por eso, tarde
o temprano, vuelven. No es magia ni superchería. Al fin y al cabo el amor es una forma de energía y, cambiando levemente el primer principio de la termodinámica, me atrevo a decir que ni se acaba ni se
destruye, solo se transforma.
© XLSemanal
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