Por Manuel Vicent |
Luego, los comensales se enzarzaron acerca del destino que había que dar a ese siniestro panteón y a su desmesurada cruz.
Entonces se acercó el camarero a la mesa con la comanda, los comensales dejaron cada uno de lado su opinión y decidieron compartir de primero una ensalada de rúcula con queso de cabra y olivas negras.
Mientras la saboreaban fue consensuada una posible salida. Después de sacar los despojos del dictador habría que hacerlo con todos los restos mortales de las víctimas
de uno y otro bando, para entregarlos con el máximo respeto a sus familias, y a continuación abrir de par en par las puertas de la basílica para dejarla en poder de la naturaleza, de forma que primero
entraran grandes bocanadas de aire puro cargado con el aroma de todas las plantas silvestres de la sierra, el espliego, el romero, el tomillo y la jara, y, una vez purificada, dejar que el tiempo a medias con la botánica
la convirtieran en una gruta impenetrable llena de hiedra, helechos, zarzas, raíces y malvas, donde los esotéricos de noche pudieran extraer macabras psicofonías.
En aquel almuerzo todos realizaban un esfuerzo para no estropear una buena digestión. Por eso, con Franco ya a buen recaudo, nadie osó manchar el blanco mantel con el problema
de Cataluña. Todos convinieron en que para abordar tan grave cuestión había que pedir un buen chuletón.
© El País (España)
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