Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace tiempo que se repite en las redes sociales y en ciertos medios informativos esta absurda afirmación: Sólo Camboya tiene más fosas comunes que España; refiriéndose, naturalmente, a los enterramientos de la represión franquista durante la Guerra Civil.
Y en estos tiempos en que 280 caracteres de Twitter se consideran información completa y contrastada, resulta asombrosa la cantidad de gente que se hace eco y lo repite una y otra vez, sin más contenido ni análisis.
Como si fuese una verdad histórica incontestable.
Así que me van a permitir que también yo opine sobre fosas comunes, porque alguna he visto; y no cuando las vaciaban, sino mientras las llenaban. Por eso sé
que las hay de muchas y de pocas personas, y que el número de fosas no importa tanto como lo que tienen dentro. También hay gente a la que matan y queda sin enterrar, y otra que, tras su asesinato, es situada
e identificada. Tampoco son lo mismo asesinados que desaparecidos. En España, donde según historiadores solventes el número de víctimas en represión, combates, hambre y enfermedades se situó
en algo más de medio millón, hubo unas 150.000 víctimas de las matanzas franquistas y otras 50.000 de las republicanas –esto incluye ajustes de cuentas internos entre comunistas, trotskistas, socialistas
y anarquistas–. O sea, que dos de cada cinco muertos de la guerra habrían sido asesinados por rojos o por nacionales. La mayor parte de los asesinados en zona republicana fueron desenterrados por los vencedores;
pero se dice que los desaparecidos y enterrados por los franquistas, que aún quedan por encontrar e identificar, son unos 115.000.
Ésas, con la lógica poca fiabilidad de tales casos, son las cifras del horror español durante los tres años de guerra civil –las ejecuciones posteriores
se documentaron con nombres y apellidos–. Y convendrán conmigo, aunque yo sea torpe en matemáticas, que situar a un país con 115.000 supuestos desaparecidos en fosas comunes en segundo lugar detrás
de Camboya, donde los jemeres rojos exterminaron a 1.700.000 personas –el 33 por ciento de los hombres y el 15 por ciento de las mujeres– resulta un poco forzado y síntoma de poca memoria o mucha ignorancia;
sobre todo si consideramos que, entre 1921 y 1953, la Unión Soviética metió en fosas comunes con toda naturalidad a tres millones de personas, asesinadas directamente, sin contar a las víctimas
de las grandes hambrunas, que entre 1932 y 1937 fueron diez millones. Pero si las fosas de Stalin –700.000 rusos y 200.000 polacos por lo menos, entre otros– fueron gigantescas, tampoco quedó atrás
un país hoy miembro de la Unión Europea, Alemania, que aparte del holocausto de seis millones de judíos en campos de exterminio y matanzas diversas, horadó de tumbas su suelo y el de Europa, metiendo
en ellas a tres millones de prisioneros soviéticos, millón y medio de polacos y diez o doce millones más de víctimas de asesinatos directos.
Y no acaba ahí la cosa. Porque puestos a situar fosas comunes, calculen cuántas habrá en Turquía y aledaños, donde tuvieron lugar las matanzas
de griegos y armenios de principios del siglo pasado. O en China, donde el maoísmo pasó por la picadora a más de 10 millones de personas, y los japoneses, sólo entre 1942 y 1945 y en esa misma China,
a otros tres millones. O en las ex colonias alemanas, belgas y británicas de África. O en las fosas comunes de apaches y otros indios en los EE.UU. Y, más cerca ya en el tiempo y el espacio, podemos también
echar un vistazo a la ex Yugoslavia, donde hace sólo 25 años fueron asesinados y enterrados en fosas comunes 200.000 musulmanes bosnios, a buena parte de los cuales aún están buscando. O intentar
el imposible cálculo de cuántas de tales fosas habrá dejado el yihadismo islámico en Iraq y Siria en los últimos años. Por ejemplo.
Así que se lo ruego a quien corresponda: hágame el favor. No ofenda la historia ni la inteligencia del prójimo. No vuelva a decir, se lo suplico, que España
es el país con más fosas comunes después de Camboya, etcétera. Tenemos demasiadas, en efecto. Nadie lo niega. Pero, evíteme, como decía Chiquito de la Calzada, el natural impulso de
decirle a usted trigo por no llamarlo Rodrigo. Pedazo de idiota.
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