Por Isabel Coixet |
Hará unos cuatro años, la pared de mi dormitorio se abrió de arriba abajo y la pintura del techo empezó a caerse en grandes placas que dejaban ver la
pintura de antes (un azul aguamarina que un pintor desalmado insistió en utilizar porque se llevaba mucho).
Tras pasar una tarde buscando el número de la póliza de seguros, conseguí contactar con
un técnico que me dijo que se pasaría un día de estos. Se pasó. Miró la pared, le hizo una foto, miró el techo, le hizo otra foto. Me dijo que la grieta venía del edificio de
al lado y que lo del techo era del piso de arriba. Que había que hablar con la compañía de seguros de los propietarios. Eso hice. Vinieron otros dos peritos, hicieron fotos, y nunca más se supo.
Como viajo mucho, se me pasó temporalmente la manía de arreglar la grieta y decidí pintar de nuevo el techo por mi cuenta. Sí, pertenezco a esa no tan rara raza de gente que tira por la calle de
en medio y se le hace una montaña lo de pedir presupuesto, pasárselo a la compañía, esperar su aprobación, etcétera, etcétera, y lo único que quiere es que, cuando mire
al techo, este no se le caiga encima. La grieta podía esperar.
Pasaron dos años, la pintura volvió a caerse, la grieta fue extendiéndose y reuní fuerzas para emprender otra vez la intrépida aventura de los
peritos de las compañías aseguradoras y de la comunidad de vecinos. Esta vez, no uno sino cuatro aparecieron dando diversas versiones de la procedencia, causas y responsabilidades de las grietas y las humedades
del techo. El último de ellos me preguntó si podía utilizar el flash, le dije que sí y juro que, en el momento en que disparó, se le cayó una enorme placa blanca de pintura encima de la cámara. Después de esta segunda tanda, no hubo respuesta por parte de nadie, a pesar de mis continuas llamadas. Supongo que es una sabia estrategia, porque nuevamente me cansé
y lo dejé correr.
A la vuelta de las vacaciones, al entrar en mi habitación, la mitad de la pintura del techo estaba en el suelo y la grieta se había extendido aún más.
Haciendo acopio de valor, renovada por el oasis vacacional, vuelvo a llamar a la compañía de seguros. Aparece un simpático ucraniano con bermudas y un iPad. Lo hago pasar a la habitación. Empieza
a hacerle fotos a la pared que no tiene grieta y a la parte del techo que todavía no se ha caído. Y yo intento recordar en vano un pensamiento de Marco Aurelio que seguro que me iba a venir de perlas como consuelo
en este momento.
Pero no consigo acordarme y empiezo a aullar mientras el ucraniano de las bermudas sale despavorido de mi casa.
© XLSemanal
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