Por Juan Manuel De Prada |
Así, por ejemplo, de una persona investida de autoridad no decimos que sea una persona ‘autorizada’,
sino ‘autoritaria’, que es tanto como decir que es impositiva, despótica, incluso arbitraria en el ejercicio de su autoridad. Cualquiera que trate hoy de reivindicar la genuina ‘autoridad’ del
maestro se convierte automáticamente en sospechoso de profesar nostalgias fascistoides.
Auctoritas, en latín, es una palabra derivada del supino del verbo augere, que significa ‘acrecentar’, ‘hacer crecer’. Una persona dotada de autoridad –esto es, una persona autorizada– es aquella que nos hace crecer,
que es capaz de revelarnos la realidad, ensanchando nuestra experiencia vital y los límites de nuestro conocimiento. No existe educación posible sin experiencia de autoridad: el maestro despierta en el discípulo
un estímulo que lo ayuda a crecer, provoca en él una conciencia de sus limitaciones y lo acicatea en la búsqueda del conocimiento. Naturalmente, para que ese estímulo se produzca, el maestro debe
ser una persona que provoque en el discípulo admiración y respeto, una persona que el discípulo reconozca como digna de emulación.
No existe un oficio tan enaltecedor como el de maestro. Y, sin embargo, es frecuente hallar entre los maestros a muchas personas desalentadas, consumidas por un sentimiento de esterilidad.
Los maestros han sido despojados de su autoridad, que es tanto como si hubiesen sido despojados de su misión, puesto que la autoridad es la aportación propiamente humana del proceso educativo: no puede existir
transmisión de conocimiento cuando no se reconoce autoridad en quien lo transmite. Pero nuestra época pretende que el alumno sea maestro de sí mismo, que juzgue la realidad conforme a impresiones propias,
que no pueden ser sino juicios contingentes, cuando les falta el cimiento de la autoridad. Y al maestro despojado de autoridad, en condiciones laborales cada vez más precarias,
se lo quiere convertir en una especie de coach o animador sociocultural, una suerte de ‘orientador’ encargado de la formación ‘transversal y psicoafectiva’
del alumno, tal como recomiendan las ordenanzas de la UNESCO: «Al cambiar la imagen del maestro –leemos en una de ellas–, de considerarlo como fuente e impartidor de conocimientos a verlo como organizador
y mediador del encuentro de aprendizaje, aparecen nuevas competencias que deberán ser los componentes de la nueva función docente». De este modo, la figura del maestro pasa a ser irrelevante,
sus juicios devienen tan contingentes como los de cualquier otra persona, dejan de ser los juicios de alguien que nos ayuda a crecer, de alguien que ensancha nuestra perspectiva vital. Y así, inevitablemente, el maestro
deviene prescindible.
Sólo quien ha sido enriquecido por una experiencia de autoridad puede alcanzar una madurez que le permita afrontar y juzgar la realidad de forma crítica. Y es que,
para ser críticos, primero necesitamos un criterio. La autoridad nos proporciona ese criterio; y es adhiriéndonos a ese criterio como luego podremos rectificarlo, completarlo, exponerlo a controversia, incluso
combatirlo. Pero, al faltar la autoridad, falta el criterio; y sin criterio cualquier desarrollo de la personalidad se convierte en una carrera alocada y sin norte que nos aboca a la confusión y nos hace más
permeables a las modas de cada época, a la contingencia de lo perecedero. Allá donde no hay maestros con autoridad, la transmisión de conocimientos queda aparcada, o incluso impedida; y la escuela
se convierte en una especie de taller para formar ‘emprendedores’ flexibles y adaptables, entrenados en diversas ‘competencias’, ‘destrezas’ y ‘habilidades’ técnicas y
emocionales que faciliten su encaje en el mercado laboral. Personas que nunca podrán ser maestros de nadie, porque antes no fueron discípulos. Sólo restableciendo la autoridad del maestro devolveremos
la salud a nuestra educación. Pero para que la autoridad del maestro pueda restablecerse tendremos primero que aceptar que la primera autoridad son los padres. A los padres corresponde la responsabilidad primordial
de hacer crecer a sus hijos; cuando dimiten de ella, todo el edificio educativo se erige sobre cimientos de arena.
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