Raúl Alfonsín en 1983 |
En 1983 salí de viaje por Sudamérica. Pasaje de ida hasta Tucumán. Desde allí escalé el mapa al ritmo de lo imprevisto. En la lejanía de Benjamin
Constant, un poblado del Amazonas brasileño, sentí una gran nostalgia por el país: al paso en que venía, no iba a estar de regreso para las elecciones. La vuelta, por la panza de tierra que mira
al Atlántico, me llevó al fin menos de la mitad que la ida por el Pacífico.
Llegué al país a tiempo no solo para votar, sino también para vivir el clima electoral previo. El apuro
valió la pena. Un amigo radical me llevó al acto de Alfonsín en Ferro. La efervescencia de aquellos días estaba cargada de promesas. Todo parecía posible. Veníamos de la oscuridad
del gobierno militar y yo tenía 20 años.
El sentimiento de fiesta de esa elección primera, a la que decidí no renunciar estando lejos, pervivió en las que vinieron después. Siempre sentí que
echar el voto en la urna es un acto trascendente que nos iguala por un día a todos, con independencia del contenido del sobre cerrado. Votar tiene algo de misa laica. Es un acto personal, íntimo, pero que cobra
significado inscripto en lo colectivo. Todos hacemos lo mismo ese día y después de hacerlo esperamos la lectura de aquello que, escrito en común, marcará el rumbo del país y el destino de
los que vivimos en él.
Esta vez, sin embargo, es distinto. No venimos del gobierno militar y ya estoy lejos de los 20 años, claro. Pero lo que me impide vivir con la misma alegría esta elección
es otra cosa. Mañana irá a votar un país dividido por un partido que ha reavivado viejos odios solo para obtener rédito político, y con muy buen resultado. Un país que arriesga en
el voto los valores esenciales de esta democracia imperfecta que tenemos. Un país que pone en juego lo que debería ser incuestionable: las mismas reglas de juego.
La Argentina no parece ajena al derrotero incierto de un mundo que ha perdido la brújula. Hemos aceptado con naturalidad cosas que eran impensables años atrás. Desde
hace al menos una década, las grandes democracias del planeta han empezado a ser desafiadas por sus limitaciones. Justo cuando hacían falta políticos de gran calado, brotan aquí y allá líderes
de una capacidad intelectual inversamente proporcional a sus ambiciones, de muy pocos escrúpulos, dogmáticos, casi farsescos, que en lugar de encauzar positivamente los miedos y los prejuicios de la gente se
aprovechan de ellos para encarnar un poder autoritario a costa de las leyes y las instituciones que hasta hace poco eran la garantía -siempre frágil- de una convivencia civilizada.
Las deudas de la democracia están dando grandes dividendos a los populistas. Tanto a los de derecha como a los de una supuesta izquierda que, en lugar de velar por los excluidos,
se aprovecha de ellos manteniéndolos en esa condición. Nos guste o no, la tensión populismo/república ha reemplazado la vieja oposición entre izquierda y derecha, categorías hoy diluidas
y bastardeadas. En este escenario, y en este argumento, se inscriben las elecciones de mañana.
La gran deuda de la democracia argentina es la misma que se replica a nivel global y con un énfasis mucho mayor en continentes como el nuestro, donde en estos días tronaron
estallidos en Ecuador y en Chile: la desigualdad. Esa desproporción entre los que más y los que menos tienen es atávica en América Latina, herencia directa de la colonia y del orden feudal del que
venimos, que sigue vigente en varias provincias del país. Organizadas en corporaciones, las elites han acumulado privilegios y favores durante décadas, relegando a una parte de la población al olvido y
la pobreza. Esa es la deuda que hoy capitaliza el populismo de este siglo, alimentando el miedo y el resentimiento con mentiras y relatos.
La efervescencia de aquellos días del 83 ha quedado lejos. Entre esas elecciones y las de mañana, además de varias décadas, hay también muchos desengaños
y oportunidades perdidas. Y no está muy claro cuánto hemos aprendido de todo eso hasta aquí. Sin embargo, aunque el mundo y el país sean otros, el acto de votar se mantiene tal como entonces. Quizá
la verdad está en las formas. Mañana el país se consagra de nuevo a una ceremonia muy seria. Hay allí una continuidad que comunica secretamente con aquella promesa que vivimos en la vuelta de la
democracia. En la soledad del cuarto oscuro, otra vez seremos por un momento los protagonistas de la historia. Es un sentimiento simple, acaso ingenuo, pero lo prefiero al cinismo o la desesperanza. Escribiremos con el voto
la parte que nos toca en esta obra colectiva de curso abierto. Y me gusta pensar que ahora, como entonces, todo es posible.
© La Nación
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