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miércoles, 23 de octubre de 2019

Economía virtuosa

Por Juan Manuel De Prada
Resulta, en verdad, delirante que una economía fundada en el fomento y la expansión de las necesidades se proponga combatir el ‘cambio climático’. Inevitablemente, tal pretensión desquiciada se resuelve en propuestas puritanas y aspaventeras (guerra al plástico o a las proteínas animales) que las masas cretinizadas acatan mientras consumen desaforadamente baratijas de toda índole, mientras viajan compulsivamente por los arrabales del atlas, mientras multiplican exponencialmente los fletes y destruyen el comercio local comprando por interné, etcétera.

En realidad, toda economía que tiene como horizonte el ‘crecimiento’ es lesiva para la supervivencia humana. Una economía puede ‘crecer’ hacia un objetivo limitado; pero cuando se funda en un crecimiento general ilimitado se convierte en pura depredación. El fomento y la expansión de las necesidades es la antítesis de una vida sabia y virtuosa; pero es también la antítesis de la paz y la libertad. Pues cada vez que aumentamos nuestras necesidades, incrementamos nuestra dependencia de fuerzas exteriores sobre las cuales no tenemos ningún control; fuerzas que se fortalecen con nuestras nuevas formas de dependencia. Empezando, naturalmente, por las que genera la tecnología, que no ha hecho sino favorecer el consumismo desaforado, la deslocalización, la automatización y el gigantismo económico. Una vida sabia y virtuosa exige una nueva orientación de la tecnología hacia lo próximo, que estimule la creatividad humana y no la supla, que fomente el cooperativismo, que devuelva su dignidad al trabajo, que favorezca la descentralización de la población y la recuperación del mundo rural.

Chesterton se rebelaba contra quienes afirmaban exultantes que, gracias a los trenes veloces que recorrían de un extremo a otro Inglaterra, se podía disponer de manzanas de forma rápida y barata. «Lo que de verdad es más rápido y barato para los hombres es arrancar una manzana del manzano de su huerto y llevársela a la boca», escribía. Y, además, el propietario de un pequeño huerto pondrá siempre mucho más cuidado en asegurar la salud de su fuente de ingresos que esas compañías transnacionales que creen que el universo es su proveedor inagotable. Las transacciones mercantiles a gran escala generan contaminación, destruyen tradiciones locales, arrasan paisajes, vacían regiones, convierten el mundo en un inmenso basurero. Y trastornan a los seres humanos a los que atrapan en su lógica destructiva, fundada en el consumismo. Millones de personas moviéndose compulsivamente, haciendo crecer de forma patológica las ciudades, convirtiendo el mundo entero en un festín bulímico. Resulta muy aleccionador que algunos sólo tengan en cuenta los efectos devastadores de esta incesante movilidad favorecida por la economía a gran escala cuando se trata de combatir la inmigración. Quienes afirman que combatir el comercio electrónico o la globalización es tan inútil como «ponerle puertas al campo» se tornan misteriosamente partidarios de poner puertas, muros y alambradas al campo para evitar que lleguen inmigrantes. Que sólo dejarán de venir cuando se instauren economías a pequeña escala que les permitan llevar en su tierra una vida sabia y virtuosa.

Pero no existirá tal vida mientras no se humanicen las condiciones del trabajo, que no debe ser entendido como una condena que algún día será reemplazada por la automatización, sino como una vocación humana que necesita ser colmada. Pues, junto con la familia, el trabajo es lo que el hombre necesita para ser auténticamente libre y expresar su creatividad. Un trabajo que destruye el alma, en cambio, exige las anestesias y formas de escapismo más agresivas, entre las que siempre se cuenta el consumismo, que es siempre expresión de degradación moral.

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