Por Juan Manuel De Prada |
En
realidad, toda economía que tiene como horizonte el ‘crecimiento’ es lesiva para la supervivencia humana. Una economía puede ‘crecer’ hacia un objetivo limitado; pero cuando se funda en un crecimiento general ilimitado se convierte en pura depredación. El fomento y la expansión
de las necesidades es la antítesis de una vida sabia y virtuosa; pero es también la antítesis de la paz y la libertad. Pues cada vez que aumentamos nuestras necesidades, incrementamos nuestra dependencia
de fuerzas exteriores sobre las cuales no tenemos ningún control; fuerzas que se fortalecen con nuestras nuevas formas de dependencia. Empezando, naturalmente, por las que genera la tecnología, que no ha hecho
sino favorecer el consumismo desaforado, la deslocalización, la automatización y el gigantismo económico. Una vida sabia y virtuosa exige una nueva orientación de la tecnología hacia lo próximo,
que estimule la creatividad humana y no la supla, que fomente el cooperativismo, que devuelva su dignidad al trabajo, que favorezca la descentralización de la población y la recuperación del mundo rural.
Chesterton se rebelaba contra quienes afirmaban exultantes que, gracias a los trenes veloces que recorrían de un extremo a otro Inglaterra, se podía disponer de manzanas
de forma rápida y barata. «Lo que de verdad es más rápido y barato para los hombres es arrancar una manzana del manzano de su huerto y llevársela a la boca», escribía. Y, además,
el propietario de un pequeño huerto pondrá siempre mucho más cuidado en asegurar la salud de su fuente de ingresos que esas compañías transnacionales que creen que el universo es su
proveedor inagotable. Las transacciones mercantiles a gran escala generan contaminación, destruyen tradiciones locales, arrasan paisajes, vacían regiones, convierten el mundo en un inmenso basurero. Y trastornan
a los seres humanos a los que atrapan en su lógica destructiva, fundada en el consumismo. Millones de personas moviéndose compulsivamente, haciendo crecer de forma patológica las ciudades, convirtiendo
el mundo entero en un festín bulímico. Resulta muy aleccionador que algunos sólo tengan en cuenta los efectos devastadores de esta incesante movilidad favorecida por la economía a gran escala cuando
se trata de combatir la inmigración. Quienes afirman que combatir el comercio electrónico o la globalización es tan inútil como «ponerle puertas al campo» se tornan misteriosamente partidarios
de poner puertas, muros y alambradas al campo para evitar que lleguen inmigrantes. Que sólo dejarán de venir cuando se instauren economías a pequeña escala que les permitan llevar en su tierra una
vida sabia y virtuosa.
Pero no existirá tal vida mientras no se humanicen las condiciones del trabajo, que no debe ser entendido como una condena que algún día será reemplazada
por la automatización, sino como una vocación humana que necesita ser colmada. Pues, junto con la familia, el trabajo es lo que el hombre necesita para ser auténticamente libre y expresar su creatividad.
Un trabajo que destruye el alma, en cambio, exige las anestesias y formas de escapismo más agresivas, entre las que siempre se cuenta el consumismo, que es siempre expresión de degradación moral.
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