Por Carlos Gabetta |
Más allá de las opiniones de cada cual, allí están los hechos, evidentes. Gobiernos nacional-populistas en diversos estadios de bancarrota de un lado; gobiernos
liberales ídem, del otro.
Los dos ejemplos más claros de esto son hoy Venezuela y Chile, uno en la debacle económica, política y social absoluta y otro iniciando el camino desde el otro lado de
la grieta. Los niveles y circunstancias de crisis económica, desorden político y social, violencia y corrupción son diversos, pero todos, de México a Buenos Aires, chapotean en el mismo fango de
desigualdades sociales, polarización política, corrupción, desprestigio dirigente y ebullición callejera, sin salida concertada y pacífica a la vista.
En la última década, sin ir más lejos, Argentina ha sido el mejor espejo de esto, aunque por ahora relativa y provisoriamente a salvo de la violencia callejera masiva.
Un gobierno populista que al cabo de un período de esplendor económico cede democráticamente el poder a una “alternativa” liberal en 2015, dejando una herencia de grave crisis económica
y social. Un gobierno liberal con mayor respeto por las reglas republicanas, pero que al cabo de cuatro años de gestión deja a su vez en herencia una crisis económica y social considerablemente agravada.
Después de la abrumadora victoria populista en las PASO, las encuestas, que tornaron a fallar de manera estrepitosa, auguraban el regreso de un populismo todopoderoso y ensorbecido
-representado en la fórmula por Cristina Fernández y “La Cámpora”- y el consiguiente retorno del desplante político y el manejo económico inconsulto, demagógico, corrupto
e irresponsable.
Consciente del rechazo que esta posibilidad genera en sectores cada vez más amplios de la sociedad, Cristina dio por primera vez en su vida un modesto paso atrás, designando
–no hay otra manera de decirlo- a Alberto Fernández candidato a presidente. Fórmula que se reveló inteligente y acabó triunfando a la hora de la verdad, en las elecciones nacionales, aunque
con un resultado final que, en los hechos, la deja a ella y a “La Cámpora”, a sus votantes tipo Mempo Giardinelli, Adolfo Pérez Esquivel, el sindicalismo peronista y al peronismo más beligerante
en un verdadero paso atrás; en la alternativa de dialogar o iniciar el combate. La “alternativa” liberal, que en realidad no es tal, sino el rechazo de cada vez más amplios de la sociedad a ese populismo,
reunió mucho más votos que en la PASO. Igual que el populismo en 2015, perdió las elecciones por su pésima gestión, pero sigue ganando elecciones en ciudades y provincias importantes y demostró
que también puede reunir multitudes en la calle.
O sea, que una porción de la sociedad argentina, al menos un tercio, no hace otra cosa que votar “contra”, antes que por un proyecto que la entusiasme y unifique.
Así, Alberto Fernández, el “muñeco” de Cristina para reconquistar el poder, se encuentra ahora con que de “muñeco” nada; con que puede elaborar su política de gobierno
sino prescindiendo, al menos imponiendo al kirchnerismo sus criterios. Que dicho sea de paso, habrá que ver cuan sinceros son y hasta qué punto está dispuesto a luchar para llevarlos adelante.
Alberto ha llamado al diálogo con la oposición, y tal como están las cosas, tiene muy poco tiempo para concretarlo. Cristina quedó en segundo plano, pero
si la crisis no deja al menos de profundizarse, a la Señora no le costará sacar la tropa a la calle. El comicio ha sido impecable y el macrismo ha dado señales claras de que entendió el mensaje
de las urnas y no sólo ha felicitado a los ganadores, sino que se ha mostrado dispuesto a hacer una oposición republicana y constructiva.
Parole, parole… Pero ¿se sentarán a la mesa? Esta vez soñar es posible, porque tanto la situación política como la gravedad y urgencia de la crisis
lo posibilitan y exigen. Pero más allá del palabrerío político, ¿funcionará en los hechos? Por ejemplo y sólo para citar algunos puntos de los acuerdos necesarios: ¿aceptaría
el liberalismo una renegociación “dura” de la deuda con el FMI y un aumento de impuestos a las clases más favorecidas?; ¿aceptaría el populismo que el déficit fiscal excesivo y
permanente debe acabarse; que el país no debe cerrarse al mundo?; ¿se acordarían medidas estructurales para acabar con la corrupción política, sindical, empresaria; con la delincuencia organizada?;
¿se incorporarían otros sectores al diálogo?; ¿se respetarían la ley y los procesos judiciales en curso que afectan a los dos bandos? En ese caso, ¿podrá Alberto controlar al kirchnerismo
y los pujos de su Reina en ejercicio?
En fin, imposible agotar aquí las dudas e interrogantes, pero puesto que la alternativa del país, como la de cualquier otro de la región, es diálogo y gestión
republicana o caos, los argentinos podemos soñar con que de aquí al 10 de diciembre se sentarán las bases de un diálogo constructivo y pacificador. Todo muy complejo, difícil, incierto; pero
por unos pocos meses es posible aplicar aquello gramsciano de “pesimismo de la inteligencia; optimismo de la voluntad”.
Crucemos los dedos.
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