lunes, 16 de septiembre de 2019

Un oscuro, eterno presente

Por Carlos Gabetta (*)
En las primeras décadas del siglo pasado, cuando trabajadores e intelectuales anarquistas, socialistas y comunistas echaban las bases de reivindicaciones de clase, la oligarquía liberal-conservadora argentina aún se inspiraba en la Ilustración y el Contrato Social. Fue así que se dieron progresos como la ley Sáenz Peña y la Reforma Universitaria. Desde 1884, ya existían leyes de matrimonio civil y educación pública laica, universal, gratuita y obligatoria.

La clase dominante podía permitirse esos lujos: Argentina era la sexta potencia comercial del mundo y solo la poblaban unos 10 millones de habitantes. Una suerte de enorme estancia exportadora, cuyos dueños pasaban el tiempo y se educaban en París y sus Luces, de las que pretendían seguir el ejemplo. Aquella burguesía parió incluso revolucionarios como Juan B. Justo, traductor de El capital de Karl Marx y fundador del Partido Socialista.

La corrupción era importante. En política, componendas, fraudes, represión. En economía, limitada a una pequeña clase y sus servidores y en un contexto de opulencia, no pesaba demasiado. Las obras públicas fueron los ferrocarriles y bellos y sólidos edificios; pensados para el futuro. Las universidades de entonces aún albergan a los estudiantes de un país que ha cuadruplicado su población y a miles de extranjeros.

El socialista Nicolás Repetto, otro hijo pródigo de esa burguesía ilustrada, resumió así el espíritu de la época: “El pasado ha muerto, el presente es fugaz; solo el futuro nos pertenece”. Discutible; pero en ese tiempo cada fugaz momento era un cóctel de luchas, intercambio, sueños y conquistas que, aun pequeñas, representaban un paso adelante. El futuro se mostraba al alcance de las mentes y manos que lo forjaban.

Hasta que en 1929 el mundo quebró. La población crecía y luchaba cada vez mejor por sus derechos. Espantadas, la oligarquía y la gran burguesía argentinas se traicionaron a sí mismas y hasta abandonaron sus pujos ilustrados. Si algo sintetiza ese giro y todo lo que anunciaba, es la foto del entonces joven oficial Juan Perón junto al coche del general Félix Uriburu, líder del golpe de Estado de 1930. Dos hijos pródigos; uno de la oligarquía, otro “del pueblo”. Los dos militares…

Y aquí estamos. Desde 1930 el pasado ha muerto, el presente se ha hecho eterno y el futuro, esfumado. Este presente de casi noventa años fue, es, un compuesto de golpes militares, gobiernos “democráticos” populistas ineficientes y corruptos o liberal-conservadores tan corruptos como entonces, pero impotentes y devenidos analfabetos ilustrados. En medio, fugaces momentos de bonanza y progreso; las luchas y sueños revolucionarios de los 70 y, por fin, el Proceso, colofón sangriento de la decadencia política, ética y moral de la clase dirigente, las religiones y gran parte de la población.

La República Argentina es hoy un país cuasi mafioso. Con excepciones y matices, lo son la política, el sindicalismo, las corporaciones, el Estado y casi todos sus servicios, en particular los de inteligencia y seguridad. También la Justicia está afectada. El todo es un tejido de intereses y complicidades; un paquete mafioso que desvirtúa la democracia representativa, devenida puramente formal. La ética y la moral vigentes pueden resumirse en los cambios de partido, el “borocotismo”, la impune exhibición de riquezas de imposible origen legal, el nivel del debate político y el triste “roban, pero hacen”. Antes de los 30 se robaba, pero el ocultamiento y la hipocresía eran un tributo a la moral que se pretendía vigente.

Sin resolver drásticamente y a fondo esta situación, los argentinos seguiremos sin avizorar el futuro. Ningún sector pudo, ni quiso, resolverla por sí solo. De allí este eterno presente. Pero el precipicio está a la vuelta de la esquina. Hora de sentarse a la mesa, encender las Luces que aún quedan y ponerse de acuerdo para atacar el problema.

(*) Periodista y escritor

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