Por Carlos Gabetta (*) |
La clase dominante podía permitirse esos lujos: Argentina era la sexta potencia comercial del mundo y solo la poblaban unos 10 millones de habitantes. Una suerte de enorme estancia
exportadora, cuyos dueños pasaban el tiempo y se educaban en París y sus Luces, de las que pretendían seguir el ejemplo. Aquella burguesía parió incluso revolucionarios como Juan B. Justo,
traductor de El capital de Karl Marx y fundador del Partido Socialista.
La corrupción era importante. En política, componendas, fraudes, represión. En economía, limitada a una pequeña clase y sus servidores y en un contexto
de opulencia, no pesaba demasiado. Las obras públicas fueron los ferrocarriles y bellos y sólidos edificios; pensados para el futuro. Las universidades de entonces aún albergan a los estudiantes de un
país que ha cuadruplicado su población y a miles de extranjeros.
El socialista Nicolás Repetto, otro hijo pródigo de esa burguesía ilustrada, resumió así el espíritu de la época: “El pasado ha
muerto, el presente es fugaz; solo el futuro nos pertenece”. Discutible; pero en ese tiempo cada fugaz momento era un cóctel de luchas, intercambio, sueños y conquistas que, aun pequeñas, representaban
un paso adelante. El futuro se mostraba al alcance de las mentes y manos que lo forjaban.
Hasta que en 1929 el mundo quebró. La población crecía y luchaba cada vez mejor por sus derechos. Espantadas, la oligarquía y la gran burguesía argentinas
se traicionaron a sí mismas y hasta abandonaron sus pujos ilustrados. Si algo sintetiza ese giro y todo lo que anunciaba, es la foto del entonces joven oficial Juan Perón junto al coche del general Félix
Uriburu, líder del golpe de Estado de 1930. Dos hijos pródigos; uno de la oligarquía, otro “del pueblo”. Los dos militares…
Y aquí estamos. Desde 1930 el pasado ha muerto, el presente se ha hecho eterno y el futuro, esfumado. Este presente de casi noventa años fue, es, un compuesto de golpes
militares, gobiernos “democráticos” populistas ineficientes y corruptos o liberal-conservadores tan corruptos como entonces, pero impotentes y devenidos analfabetos ilustrados. En medio, fugaces momentos
de bonanza y progreso; las luchas y sueños revolucionarios de los 70 y, por fin, el Proceso, colofón sangriento de la decadencia política, ética y moral de la clase dirigente, las religiones y
gran parte de la población.
La República Argentina es hoy un país cuasi mafioso. Con excepciones y matices, lo son la política, el sindicalismo, las corporaciones, el Estado y casi todos sus
servicios, en particular los de inteligencia y seguridad. También la Justicia está afectada. El todo es un tejido de intereses y complicidades; un paquete mafioso que desvirtúa la democracia representativa,
devenida puramente formal. La ética y la moral vigentes pueden resumirse en los cambios de partido, el “borocotismo”, la impune exhibición de riquezas de imposible origen legal, el nivel del debate
político y el triste “roban, pero hacen”. Antes de los 30 se robaba, pero el ocultamiento y la hipocresía eran un tributo a la moral que se pretendía vigente.
Sin resolver drásticamente y a fondo esta situación, los argentinos seguiremos sin avizorar el futuro. Ningún sector pudo, ni quiso, resolverla por sí solo.
De allí este eterno presente. Pero el precipicio está a la vuelta de la esquina. Hora de sentarse a la mesa, encender las Luces que aún quedan y ponerse de acuerdo para atacar el problema.
(*) Periodista y escritor
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