Por Arturo Pérez-Reverte |
La primera vez que tuve contacto con ellos fue a principios de los 80, cuando el diario Pueblo nos envió al fotógrafo Miguel Garrote y a mí al País Vasco, para contar cómo trabajaban. Convivimos con ellos durante algunos días,
acompañándolos en sus misiones –que en esa época eran frecuentes– y conociéndolos a fondo. Como anécdota de esos días recuerdo que había un artefacto de mediana
potencia dejado por ETA, que se decidió detonar a distancia. Pedí situarme junto al artificiero más próximo, debidamente protegido, para ver cómo se sentía de cerca uno de aquellos
cebollazos. Éste resultó más potente de lo previsto, el escudo con el que yo me cubría quedó hecho trizas y estuve sordo unos días, por gilipollas. Pero, en fin. Eran gajes del oficio.
El reportaje se publicó en primera página con gran despliegue, pues las fotos de Miguel fueron espectaculares, y recuerdo que lo titulé Diez hombres tranquilos.
Después, por esos mundos, tuve ocasión de conocer a otros del oficio. En África, en países árabes, en los Balcanes, me los topé a menudo
y siempre observé su trabajo con fascinada admiración. Recuerdo a una gringa de los Marines en la primera guerra del Golfo –bastante atractiva, por cierto– que retiraba una mina tumbada en el suelo
con la misma calma que si se estuviera zampando una hamburguesa (José Luis Márquez la grabó después con su cámara en la piscina del hotel de Dahran reservado a las tropas norteamericanas,
en bikini, y llevaba el emblema de los marines tatuado sobre la teta izquierda). También en Bosnia vimos trabajar a concienzudos artificieros ingleses, con la fría y eficiente profesionalidad que tienen esos
cabrones, y también a cascos azules españoles que se jugaban la vida para que los niños de éste o aquel pueblo pudieran jugar en el campo sin perder una pierna o la vida.
Los conozco hasta cierto punto, como digo. Y una cosa que siempre me llamó la atención de esa gente es cierto puntito, en algunos, más bien friki. O por decirlo
para que no se ofendan los delicados, ligeramente obsesivo. Hay que serlo, de todas formas, para jugársela como se la juegan. Para trabajar con su estabilidad emocional y su impecable frialdad técnica. Sentido
del deber aparte, algunos son verdaderos adictos a su trabajo y viven obsesionados con él. Conozco a uno, ya retirado, que pasaba los ratos libres ideando bombas trampa complicadas y cómo desactivarlas, y cuando
su mujer se despertaba a las tres de la madrugada y no lo encontraba en la cama, lo encontraba en la cocina con un destornillador y unos alicates, trajinando artefactos. Y puedo añadir que, no hace mucho, sentí
una agradable satisfacción cuando un respetado artificiero de la Policía Nacional dio el visto bueno al artefacto que ideé –cuando miras mucho siempre aprendes algo– para que mi espía
Lorenzo Falcó reventase el taller parisino de Picasso en la novela Sabotaje.
Y ya que hablamos de mirar, les cuento una anécdota divertida. En Melilla, cuando los conflictos callejeros de finales de los 80, que cubrí para los telediarios siendo
delegado del Gobierno mi amigo y compadre Manuel Céspedes, apareció un día un artefacto explosivo en la calle principal de la ciudad. Se aisló todo con un cordón policial, y un artificiero
bien equipado se encaminó allí, arrodillándose junto al chisme para desactivarlo. Y justo cuando estaba alicates en mano, a punto de meterle mano al asunto, oyó a su espalda un clac que le hizo dar un respingo. Y al volverse vio, encima de su hombro, al cámara Márquez, a su ayudante de sonido –creo recordar que era Ovalle, aunque
no estoy seguro– y al reportero de TVE, o sea, yo, que nos habíamos colado por un callejón sin controlar y tras acercarnos sigilosos estábamos detrás, a dos palmos, grabándolo todo.
Y entonces, poniéndose bruscamente en pie, quitándose el casco para tirarlo con fuerza al suelo con los alicates, el artificiero se volvió hacia la gente que estaba lejos, agolpada tras el cordón
policial, abrió los brazos y gritó, furioso: «¡Así no se puede trabajar!».
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