Por Guillermo Piro |
No soy de esos obsecuentes maleducados que creen
que el nombre del traductor debería figurar indefectiblemente en la tapa de los libros; por el contrario, creo que el traductor debería en lo posible ser olvidado, pasado por alto, ignorado. Salvo, claro está,
a la hora de hablar de ciertas virtudes del texto, porque tampoco está bien adjudicarle la invención del teléfono a Graham Bell y no a Antonio Meucci. Lo que quiero decir es que hay que ver con buenos
ojos que el traductor prefiera permanecer no en el anonimato pero sí en silencio, sin interrumpir la lectura con molestas notas al pie, como esa gente que cae a una fiesta sin que nadie la haya invitado. Pero a la hora
de hablar de “la maravillosa prosa de” hay que hacer una salvedad, olvidar el autorcentrismo y reconocer que “la maravillosa prosa de”, sin importar de quien sea, no es suya. No digo “no es solamente
suya” sino “no es suya”, en el sentido de que no le pertenece, le es ajena.
Llegar a entender eso no es fácil. Fácil es adjudicarle a otro un determinado logro, pero es difícil creer verdaderamente en que es el otro el autor de ese logro.
En el caso de la traducción no hablamos de un logro absoluto, pero en cualquier caso se trata de un logro que aniquila cualquier posibilidad de hablar de “la maravillosa prosa de” –se sobreentiende
que lo mismo corre para “la espantosa prosa de”, pero hablemos de la maravillosa.
Pongamos un ejemplo concreto, para visualizar mejor los efectos: Thomas Bernhard y su traductor por excelencia, el español Miguel Sáenz.
Hay una cadencia típica en los libros de Bernhard traducidos por Sáenz –muchos de ellos publicados por Anagrama: las vueltas de la vida–, tan reconocible como
la de Muerte a crédito, de Céline, en la traducción de Néstor Sánchez, cadencia perdida en la traducción del mismo libro hecha por Carlos Manzano. La diferencia es que Sánchez
tradujo una sola vez a Céline, en cambio Sáenz consiguió, en base a la china insistencia, instalar esa cadencia, al punto de hacernos creer que efectivamente era propia de Bernhard. Para probarlo basta
tomar cualquier obra del austriaco que no haya sido traducida por Sáenz, Los comebarato, por ejemplo, cuya traducción fue encomendada a otro español: Carlos Fortea. Los comebarato no parece un libro de
Bernhard. Es otra cosa. Suena de otro modo. No es el Bernhard conocido por todos, el Bernhard de la gente.
Quien habla de “la maravillosa prosa de” se comporta como el fan de un teleteatro que al ver pasar por la calle a la actriz que encarna a la tía malvada la insulta
a los gritos: al mismo tiempo que demuestra no haber entendido nada de la mecánica ficcional pone de manifiesto que la actuación de la susodicha actuación es celebérrima, al punto de hacerle confundir
realidad y fantasía. Hablar de “la maravillosa prosa de” es un elogio inmenso para el traductor, pero al mismo tiempo una injusticia. En tiempos en que estamos tan pendientes de lo que decimos para no ofender
a nadie yo optaría por una variante que se acerca un poco más a la verdad, hablando de “la maravillosa prosa de en la versión de”. O mejor aún, “la maravillosa prosa de en la perversión
de”. Eso sí que sería hacer justicia.
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