sábado, 7 de septiembre de 2019

En Pampa y la vía

Por James Neilson
Nadie sabe a ciencia cierta cuánta plata aún nos queda, pero, con la eventual excepción de quienes creen que, con Alberto Fernández en la Casa Rosada, todo volverá a ser como era antes de la llegada de Mauricio Macri y sus CEOs, nadie ignora que es muy poca, apenas suficiente como para defender el valor del peso. Para una clase política que en su mayoría se opone a los ajustes, por suaves que ellos sean, tener las arcas vacías es un problema mayúsculo.

Los integrantes de dicha clase suelen estar más interesados en atacar a los presuntos responsables de la debacle de turno que en pensar en cómo impedir que se agrave todavía más. Es lo que muchos están haciendo desde que las PASO, acaso el invento más grotesco de la elite política nacional, dejó exangüe al gobierno de Mauricio Macri sin coronar a un sucesor, de tal modo obligando al presidente formal a compartir el poder con uno meramente virtual que, para más señas, por ahora cuando menos no cuenta con el apoyo decidido de la coalición que en teoría encabeza.

Cargar las tintas, hablando de catástrofes sociales e ineptitud oficial apenas concebible, puede dar algunas ventajas pasajeras a los enemigos del gobierno macrista que quieren destrozarlo, pero lo hace a costa de la credibilidad del país en su conjunto, lo que, a esta altura, en un asunto muy serio.

Por mucho que les disguste a los convencidos de que la Argentina es víctima de la perversidad ajena, hasta nuevo aviso su destino dependerá de la voluntad de quienes llevan la voz cantante en los países más adinerados de soportar sus esporádicas extravagancias.

Macri logró persuadir a los dirigentes políticos del mundo desarrollado de que les valdría la pena apostar a una eventual recuperación, pero, como le recordaron hace ya casi un año y medio, los empresarios y financistas permanecieron escépticos, de ahí el regreso al Fondo Monetario Internacional que, a diferencia de quienes operan en el sector privado, sí es susceptible a las presiones políticas. De no haber sido por la presencia molesta pero así y todo necesaria del FMI, la Argentina se hubiera encontrado sola frente a los mercados que, huelga decirlo, no se destacan por su sensibilidad social.

El próximo gobierno tendrá que elegir entre limitarse a aprovechar políticamente el desastre que se ha producido por un lado y, por el otro, hacer cuanto resulte imprescindible para asegurar que sea el último de una serie que ya es demasiado larga, lo que, claro está, le exigiría emprender sin demora muchas reformas estructurales ingratas.

Entre los kirchneristas y sus compañeros de ruta hay quienes fantasean con una etapa de caos amenizado con concentraciones multitudinarias y gritos desafiantes contra el imperialismo neoliberal –cuando del teatro callejero se trata, son maestros consumados–, pero puesto que es poco probable que a Alberto, el favorito para asumir la presidencia una vez terminado el período de transición, le atraiga tal perspectiva, hay quienes prevén que opte por la única alternativa disponible. Quieren creer que, lo mismo que Macri en el caso de que se concretara la remontada milagrosa con la que sueña, pondría en marcha un ajuste fenomenal con la esperanza de impresionar a los mercados para que, por fin, le adelanten algunos mangos verdes más.

Tal y como están las cosas, no hay forma de conseguir que el país se aleje de las garras de los mercados que, merced a la globalización y las comunicaciones instantáneas, son aún más filosas de lo que eran en el pasado. Otro default declarado, aun cuando no se viera festejado por los legisladores como si fuera una nueva hazaña patriótica, lo condenaría a una remake de la tragedia de 2002 en que millones de familias cayeron en la indigencia.

Aunque sería posible amortiguar el impacto de la crisis en los sectores más expuestos a los terremotos económicos organizando programas de emergencia del tipo que sirven para mitigar las consecuencias de grandes calamidades naturales o militares, sorprendería que quienes permitieron que el país llegara al extremo actual resultaran ser capaces de hacerlo con un mínimo de eficiencia. El talento administrativo no figura entre las cualidades más valoradas por los miembros de la clase política nacional.

Si la crisis que está sufriendo el país se debió a nada más que los célebres “errores de Macri” o incluso al igualmente famoso desprecio por las normas de Cristina, resolverlo sería relativamente sencillo pero, por desgracia, tiene raíces profundas. Los historiadores, que son tan vulnerables como los demás a las pasiones políticas y modas ideológicas de la época en que viven, discrepan acerca de su origen. Algunos lo ubican en la década de los setenta del siglo pasado con el rodrigazo como el punto de inflexión y otros, los más antiperonistas, en 1945, cuando un régimen militar hizo posible el ascenso de quien sería el general por antonomasia. También los hay que creen que todo se pudrió en 1930 o, quizás, en fechas aún anteriores hasta llegar a especular en torno a la influencia de actitudes corporativistas y el desprecio por la ley que se consolidaron en tiempos de la colonia española.

Sea como fuere, no cabe duda de que, por motivos culturales, a la Argentina le ha sido sumamente difícil adaptarse a los órdenes internacionales que se sucedieron en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Por un exceso de optimismo o por el deseo muy fuerte de diferenciarse de los países coyunturalmente poderosos, para perplejidad de los observadores más benévolos se permitió perder terreno hasta integrar el lote de rezagados. ¿Ya ha llegado al fin del camino descendente? El ejemplo brindado por Venezuela muestra que, a menos que tengamos mucha suerte, el futuro podría resultar ser mucho peor que el presente.

¿Serviría un “gobierno de unidad nacional” para reducir el riesgo de un colapso sistémico con otra tajada de la población reducida a la miseria? Muchos creen que sí, que hay que olvidarse de “la grieta” y ponerse a cooperar en pos del interés general, pero mientras dure la prolongadísima temporada electoral fracasarían todos los intentos de cerrar las fisuras. Y aún sin elecciones a la vista, continuarían siendo tan grandes las diferencias entre los que entienden, aunque fuera con resignación, que no hay alternativas viables al capitalismo liberal combinado con un gran aparato asistencial, y quienes se aferran al voluntarismo nac&pop o a una variante izquierdista, que a esta altura pedirles reunirse para elaborar un programa común sería inútil.

Hasta ahora, todos los esfuerzos por alcanzar un “gran acuerdo nacional” o algo por el estilo sólo han servido para que los de siempre disfruten de un momento de protagonismo mediático, lo que no extraña por ser cuestión de la misma elite que ha sido responsable de llevar el país al borde de un nuevo cataclismo.
Mientras tanto, lo que suceda se verá afectado por el minué desmañado que están bailando Alberto y Mauricio bajo la mirada inquisidora de Cristina, una espectadora privilegiada que en cualquier momento podría cambiar la música. Puede que los dos machos alfa se odien mutuamente y que la Doña Bárbara argentina desprecie a ambos, pero por un rato el trío así supuesto estará a cargo del país.

Aunque es legítimo sospechar que, en el fondo, las diferencias acerca del rumbo económico aconsejable o, al menos, factible que se dan entre el Presidente y quien aspira a reemplazarlo dentro de poco no son tan abismales como harían pensar la retórica de campaña que los dos se ven constreñidos a emplear, los intereses de Cristina no parecen ser compatibles con los que compartirían Alberto y Mauricio. ¿Exagera Miguel Ángel Pichetto cuando dice que “para Cristina, si todo se incendia, mucho mejor”? Tarde o temprano sabremos las respuestas a los interrogantes que se han planteado, pero hasta entonces el país seguirá cubierto por una densa nube de incertidumbre.

El populismo rabioso que es propio de los militantes kirchneristas más fanatizados y la escasez extrema que será la característica principal del país que esperan gobernar hacen una pareja sumamente inestable. A pesar de los reparos de Alberto que no brinda la impresión de poseer los atributos típicos de un líder revolucionario, en el entorno de la señora que le prestó “el ochenta por ciento” de los votos que recaudó en las PASO los hay que sí darían la bienvenida a algunas semanas, quizás meses, de anarquía por suponer que la confusión resultante los ayudaría a acercarse a sus objetivos particulares.

Mirando con atención el drama que entrará en una nueva fase cuando se sepan los resultados de las elecciones definitivas –con tal que las celebren como está previsto–, están los odiosos, pero infaltables, mercados. El papel que desempeñan es el de juez y, tal vez, verdugo. No les gusta la incertidumbre. Quieren saber cuanto antes si la Argentina continuará siendo un integrante respetable de la comunidad internacional que cumple con sus compromisos o si optará colectivamente por el aislamiento, en cuyo caso le otorgarían lo que muchos políticos parecen desear más, el derecho soberano a depender exclusivamente de sus propios recursos sin tener que preocuparse por lo que suceda en el resto del planeta.

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