Por Carmen Posadas |
Yo, que lo tenía por un frívolo extravagante, me quedé sorprendida hace unos años al verlo debatir de tú a tú con Mary Beard, una de las académicas
más reputadas del mundo, catedrática de Cambridge y experta en estudios clásicos. El tema era ¿Quién ha sido más importante para la civilización occidental, Grecia o Roma? Y Johnson, que abogaba por Grecia, comenzó su alocución (erudita, inteligente y muy divertida, como suelen ser las de los mejores intelectuales ingleses) recitando el comienzo de la Ilíada en griego clásico. Pero no se crean que es solo un tipo que para lucirse y dar el golpe se aprende de memorieta tres o cuatro párrafos de la obra
de Homero; es un gran polemista y un profundo conocedor de la historia en general.
Eso lo ratifiqué algo más tarde leyendo su biografía de Churchill. Es cierto que la razón que lo llevó a escribirla no era precisamente inocente.
Lo hizo porque es tan fatuo que necesitaba decirle al mundo que él y Winston son almas gemelas: los dos, excesivos, temperamentales, veletas y, según y cómo, poco de fiar. Sin embargo, eso no quita que
el libro sea espléndido y que sus análisis sobre política, estrategia, sociología e incluso psicología sean atinados y bien fundados.
Muy bien –dirán ustedes–, es posible que Boris sea un tipo con una gran formación intelectual y una considerable capacidad de análisis. Incluso es
posible que tenga inteligencia emocional, como demostró en su muy popular y exitosa etapa como alcalde de Londres. ¿Pero entonces por qué se comporta como un elefante en una cacharrería, capaz de
llevarse todo por delante, incluso, y en primer lugar, a sí mismo?
Mi respuesta a esta pregunta es que existe un disolvente instantáneo de la inteligencia. Un rasgo de carácter capaz de anular todo discurrimiento intelectual, toda
claridad de pensamiento, toda cultura, información y formación minuciosa de un individuo, y ese rasgo es la arrogancia. Lo he observado muchas veces a lo largo de mi vida. Un político de campanillas, un
gran empresario, un rutilante y engominado banquero… todos ellos capaces tanto de grandes gestas como de aún más grandes cagadas, con perdón. ¿Por qué? Precisamente porque la arrogancia
les nubla las entendederas y pierden todo contacto con la realidad. Llegan a creerse más listos que nadie y piensan que, como son tan brillantes, su brillantez los sacará de cualquier apuro. Peor aún,
llegan a creer que su inteligencia privilegiada los hace impunes. «¿Cómo van a pillarme a mí, si soy mil veces más listo que ellos? ¿Qué más da esta mínima tropelía,
este pequeño desfalco, si nadie se dará cuenta?».
Y el peligro de creerse impune es que se empieza por una pequeña infamia y no pasa nada, así que se confía uno y, cuando quiere darse cuenta, la tropelía
o cagada, para decirlo una vez más en román paladino, es tan grande que no hay manera de esconderla. En el caso de Boris Johnson, su tropelía no es de índole económica, sino política
o, dicho en palabras de The Guardian, «un acto de vandalismo constitucional», así que vamos a ver qué pasa. Como escribo estas líneas
dos días después de que él hiciera pública su maniobra para cerrar el Parlamento, ignoro qué estará pasando dos semanas más tarde, cuando lean ustedes este artículo.
Es posible que para entonces su arrojo, por no decir ‘temeridad suicida’, le haya permitido ganar alguna batalla. Todo puede ser, vivimos en un mundo así de absurdo. Pero de lo que estoy muy segura es de
que jamás ganará la guerra en la que se ha embarcado. La historia de la humanidad está llena de Boris Johnson que se creyeron más listos que nadie y acabaron
cavando su fosa. Si no recordamos sus nombres, es, precisamente, porque fracasaron. Porque ese y no otro es el sino de los arrogantes. Tarde o temprano, la realidad pone a cada uno en el lugar
que le corresponde; en su caso, en el basurero de la Historia.
© XLSemanal
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