Por Roberto García |
La primera: en más de una oportunidad decepcionaron y enfrentaron a Cristina de Kirchner, fueron sus rudos enemigos. Pero la dama ha perdonado esas ofensas, los catapulta al poder y solo falta que habilite con generosidad cristiana a otros que
le generan urticaria: Diego Bossio, aspirante a ocupar YPF (son varios los anotados) y Florencio Randazzo, hoy más empresario que político. Alquimista, la dueña de la marca ha convertido en oro a Fernández y sus adláteres, antes
desechables, inválidos. Solo resta que en esa transformación los beneficiarios crean que el obsequio les corresponde por derecho propio, peso, talla y cerebro, no por la fortuna de una singular ruleta argentina.
Suele ocurrir. Más cuando una parte de la sociedad testigo querrá alimentar esos repentinos crecimientos personales para oponerlos a la fuente que le dieron origen.
Otra grieta o, en lenguaje vulgar, el ciudadano rubio contra la yegua negra.
Hábitos. Alberto ya se ha puesto el traje azul, avanza con el brazo derecho extendido como si fuera a jurar. Aunque repite, cortés, que falta la consagración
del 27 de octubre. Está bajo sospecha de humildad. Más que nadie sabe que carecía de votos propios o seguidores, de territorio, hasta de una unidad básica y que su propia historia, al margen de
sus deseos funanbulescos, registraba saltos auxiliares por la corte de otros prominentes (Cavallo, Kirchner, Massa, Randazzo). Apenas si una vez pudo colar como secundario para legislador porteño. Por sí mismo,
entonces, no disponía de favoritismo ni conocimiento para presidir una lista, ser elegido, ese propósito estaba alejado de su cabeza. Más bien ofrecía su cuerpo y un grupo de voluntarios alojados
en un café de Callao para asesorar a eventuales postulantes en cargos significativos. De ese destino, del quinto subsuelo, lo rescató Cristina, esa célula hoy dormida que en el trueque de la elección
ha puesto el capital y su designado, presuntamente, el trabajo. No es el único Alberto, aunque el más premiado. En la nueva estela se inscribió Solá, quien tal vez soñaba con una vicepresidencia
anodina, al mejor estilo Michetti. Nunca supuso que la viuda habrá de vigorizar esa función, que los viajes a La Habana son un accidente de salud familiar y no un reposo en los cayos, con un mojito en una mano
y en la otra un Cohiba.
Con diez años más que Alberto, Solá pasó de la ilusión revolucionaria de los 70 al descapotable con Menem en La Rural, la siembra directa y los fertilizantes, a una sufrida gobernación por las acechanzas de Néstor con Randazzo de infiltrado. Le cobró luego
esas penurias a Cristina, pegado a De Narváez, Massa o Macri, según el momento. Hasta la reconciliación o, más precisamente, la
venia real para instalarse en su cercanía con viejos reclamos nac y pop como la instalación de juntas para el agro o castigo para los que ahorran en dólares del brazo de Pérsico. Con esa monserga
y algún repaso de inglés será canciller, cuando había pensado que el piné solo le daba para Defensa.
Falta el otro ascendido en la division de ascenso, Massa, sucesor de Alberto con diez años menos, fulgurante estrella a costa del matrimonio en el gobierno K y luego por oponerse
al gobierno K: se hizo fuerte en esa alternativa, sumándose a los de turno (Felipe, Alberto, gobernadores, Insaurralde, Lavagna, casi convence a Scioli), hasta que la avenida del centro lo devoró con la ayuda de Macri. De ese aislamiento lo recuperaron los Fernández y se estima que ocupará un rol en Diputados. Aunque parece más convencido
de influir sobre políticas y nombres, le va mejor en la trastienda que en la vidriera. Aunque no sea su vocación.
Sea uno, la ayuda de otros dos, algún incorporado, o la voz de ella en sus presentaciones editoriales, lo cierto es que la indefinición económica caracteriza
al futuro gobierno si es elegido el 27 del mes próximo. Dramático ante una crisis demoledora, creciente, con fabulosas pérdidas patrimoniales. Se podría entender esa confusion del albertismo si,
luego de los resultados, como se rumorea, le concediera a Roberto Lavagna, junto con Guillermo Nielsen, la responsabilidad de negociar la impagable deuda externa ante bonistas y FMI. Simple repetición de lo que ocurrió en el primer gobierno K. O, tal vez, la no menos agobiante tarea de organizar
un pacto social con distintos y ávidos sectores. Hoy resulta imposible confirmar esa versión: el economista jura preocuparse solo por quitarle votos a Macri y ser quien llegue en su lugar al ballottage.
Misterios. Mientras, la luz de giro de los Fernández sigue apagada, quizás como su propio GPS: nadie se atreve a decir si habrá un ministro reconocido, potente,
o un equipo con multitud de espontáneos. No se sabe tampoco si se analiza un programa, ni siquiera si el candidato revisa algún paper. Requerido o no. Ha dicho, eso sí, para fulminar a Melconian –o a quien lanzó la idea– que no le pidió un proyecto a nadie. Cuesta, además, desentrañar el pensamiento actual de Alberto en
el rubro, si se ilumina con su cercano Matías Kulfas y el ex segundo de Kicillof, Alvarez Agis (en EE.UU. hablando con influyentes), ambos menos apegados a dogmas keynesianos. O si mantiene el mismo criterio que exhibía como jefe de Gabinete cuando cultivaba óptimas relaciones con Prat-Gay, luego con Lousteau –a quien recomendó para el cargo y defendió bajo el techo de Cristina hasta la malhadada 125– o con Martín Redrado, cuando este ocupó el Banco Central, o si viró hacia posiciones más socialdemócratas o populistas, según los gustos. Si
se refleja en Menem redivivo o se calza la boina del Che a la hora de firmar billetes sin respaldo, como señaló una colaboradora insuficiente de Cristina. Con esa duda colectiva, Alberto hoy visita a gobiernos
o líderes de inspiración progresista (Lula, Mugica, España, Portugal, Bolivia), nítidamente contrarios a la administración norteamericana.
Un empresario cercano a Alberto, con el que alterna algún sábado, acaba de decir que sería peligroso para el país alejarse de Washington y acercarse a
China, casi una advertencia. Le habrá escuchado decir, como repite con el chileno Marco Ominami –quien lo acompaña en algunos viajes–, que no concibe a los socialistas que, al llegar al poder, se
transfiguran, reniegan de sus convicciones y se inclinan hacia el centro. Para él no tienen excusas. Tampoco se sabe si habla por él.
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