Por Gustavo González |
Son dirigentes K y anti K, peronistas provinciales, radicales de Cambiemos. Empresarios que estuvieron cerca de Cristina y otros que fueron perseguidos por ella.
Periodistas que
fueron oficialistas cuando él era jefe de Gabinete y otros que hasta hoy son duros críticos del kirchnerismo. Líderes sociales que plantean la reforma agraria y otros que solo pretenden conseguir más
dinero. Diplomáticos de países centrales y allegados al ex eje bolivariano.
Casi todos salen satisfechos después de escucharlo. Unos lo notan moderado y racional. Otros lo muestran como un líder con la dureza de carácter necesaria para
enfrentar lo que viene. Están los que se quedaron convencidos de que después de llegar a la presidencia, romperá con Cristina y La Cámpora. Y los que lo siguen viendo como alguien frontal, pero
leal a su líder.
Hombre nuevo. No hay un periodista o empresario de medios que lo haya escuchado decir que habrá límites
al derecho de informar, ni que volverá la discriminación en la distribución de la publicidad oficial, los castigos contra los críticos ni las persecuciones desde los medios públicos, la Justicia
o la AFIP para los que piensen distinto.
Los albertistas de la primera hora, los camporistas que lo habían atacado con ferocidad cuando abandonó el gobierno, los peronistas federales y hasta los peronistas
del PRO, se quedaron conformes después de hablar con él: están seguros de que habrá un reparto equilibrado de cargos, al menos en el gobierno nacional (de la provincia de Buenos Aires no promete
nada, porque es el coto de ella).
Alberto seduce a múltiples oídos. Los economistas heterodoxos y hasta los más o menos ortodoxos creen razonable lo que les dice sobre la necesidad de renegociar
con el FMI, poner en marcha la demanda sin desordenar demasiado las cuentas públicas, mantener un dólar competitivo y alcanzar un acuerdo social para resolver la disputa inflacionaria entre precios y salarios.
Los cerebros judiciales del macrismo sostienen que si la elegida de Alberto para manejar esa materia es su amiga Marcela Losardo, hasta podrían avanzar en conjunto con una
reforma judicial que reemplace a los jueces federales por simples jueces penales con competencia federal “y terminar con la extorsión y la corrupción de Comodoro Py”.
En el oficialismo agregan que, si es cierto todo lo que escuchan desde la calle México sobre temas institucionales y de reformas económicas, no tendrían inconvenientes
en acompañar desde el Congreso al menos una parte de sus proyectos.
Lo mismo dice quien se perfila como jefe de la futura oposición, Horacio Rodríguez Larreta: promete que, si lo que a él también le dicen se comprueba,
habrá una relación fructífera entre sus espacios políticos.
Unanimidad. Y hasta uno de los estrategas más cercanos y fieles a Mauricio Macri sostiene que le gustaría
creer en las consignas que Alberto les hace llegar: “Ojalá, tendría la oportunidad de convertirse en un Felipe González y nosotros seríamos coherentes en acompañarlo en esa transformación”.
Llama la atención la unanimidad con la que en los últimos días se expresan en on y en off the record tantas personas de intereses distintos sobre lo que dicen
haber escuchado de boca de Alberto Fernández. Quizá la explicación radica en la frustración que deja el gobierno de Macri y el agravamiento de la crisis después de las PASO.
Es un clima similar al que acompañó en un primer momento a De la Rúa, a Kirchner y al mismo Macri, emergentes de otras crisis y del agotamiento de otros procesos
políticos. La diferencia es que Fernández todavía no es presidente, aunque unas PASO inservibles le hayan otorgado ese cargo por anticipado (es esperable que los legisladores reformen un mecanismo electoral
que resulta tan perjudicial institucionalmente).
Este clima de expectante optimismo se asimilaría a los 100 días de gracia de cualquier nuevo gobierno, aunque será todo un tema si esos días ya empezaron
a correr y para diciembre se le pedirán resultados urgentes y concretos.
En el mientras tanto, el virtual presidente propone planes virtuales que son aplaudidos tanto por virtuales oficialistas como opositores. Se podría decir que, hasta ahora,
el gobierno virtual de Alberto es todo un éxito.
La necesidad de creerle también es hija del pragmatismo: sus interlocutores creen porque no tienen otra posibilidad.
Deberán lidiar con él a partir del 10 de diciembre y eligen creer porque quizá la mejor manera de saber si se puede confiar en alguien, es confiando.
Perón. Para temer tienen motivos. Los dos grandes jefes de Alberto asumieron prometiendo consensos, transparencia
y republicanismo. Lo hizo Néstor en 2003 y Cristina en 2007. Ya se sabe lo que pasó y pasó cuando Alberto era el jefe de Gabinete. Hoy Alberto le dice a cada uno lo que quiere escuchar. Maneja el difícil
arte de convencer a los demás de que les está sirviendo mientras se sirve de ellos para llegar al poder.
Perón hizo lo mismo cuando desde el exilio bregaba por regresar al poder. Pero una vez que lo consiguió fueron tantos y tan dispersos los que esperaban ser tenidos
en cuenta para gobernar, que el gobierno de consensos que planeó se transformó en una batalla campal. No hubo forma de que convivieran Montoneros, Triple A, sindicalistas, neo peronistas y peronistas ortodoxos.
Ni siquiera bajo el liderazgo del fundador.
Pero nadie sabe de verdad qué va a hacer Alberto cuando llegue. Ni siquiera él lo debe saber con exactitud. Su gran dilema será cómo surfear lo que una
parte de su interna entiende por socialdemocracia albertista, y la otra por cristinismo puro.
A poco de asumir, Kirchner le había encomendado estudiar al PSOE, imaginando que aquí se podría reproducir la experiencia española. Pero Kirchner luego
fue hacia otro lado.
En su reciente viaje a España, se insistió en que se vería con el viejo líder de ese partido, Felipe González.
Al final sólo lo hizo con su heredero, Pedro Sánchez. Y después visitó al primer ministro de Portugal, el también socialdemócrata António
Costa.
Algunos en el Frente de Todos entienden que esos promocionados encuentros (en detrimento del que mantuvo con Podemos) son mensajes hacia el cristinismo sobre cuál será
el camino ideológico que elegirá.
PSOE o CCK. Puede que Alberto se transforme en Felipe. O puede que al final se convierta simplemente en el cuarto
gobierno kirchnerista.
Tampoco habría que descartar que ya en el poder y al mando de la caja y de la firma presidencial, vaya construyendo un albertismo, una nueva corriente de un peronismo sui
generis que suceda al cristinismo. No sería imposible. En la Argentina, nada es imposible.
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