Por James Neilson |
Hay muchos motivos para preocuparse. La economía internacional ya tambaleaba antes de que el ataque devastador, con un enjambre de drones,
por parte de Irán o de sus protegidos yemenitas a un gigantesco complejo petrolero saudita hiciera saltar el precio del crudo y, desde luego, aumentó el riesgo de que finalmente
se produzca la largamente prevista guerra entre la República Islámica de los ayatolás chiitas y la igualmente islamista, pero sunita, Arabia Saudita respaldada por Estados Unidos.
Además de significar otro golpe a las economías, en especial las de Europa y Asia oriental, que tienen que importar petróleo, la embestida presuntamente iraní contra sus enemigos sauditas alarmó muchísimo a quienes temen que estemos frente a una nueva modalidad militar que no tardarán en aprovechar países tecnológicamente atrasados, señores de la guerra y bandas terroristas, de las que la más sanguinaria es el Estado Islámico, por ser
cuestión del empleo de artefactos que son relativamente baratos, fáciles de operar y difíciles de detectar a tiempo. En diciembre del año pasado, la proximidad de drones obligó a las autoridades británicas a cerrar por varios días el aeropuerto de Gatwick, uno de los más grandes de Europa,
pero así y todo el ataque a Arabia Saudita, que redujo abruptamente la cantidad de petróleo que fluía hacia los mercados internacionales, motivó sorpresa por su
magnitud y eficacia. No será el último.
Mientras tanto, dos potencias nucleares, Pakistán y la India, están intercambiando amenazas truculentas con connotaciones religiosas, Afganistán está por caer nuevamente en manos de los talibanes y China se ve frente a la rebelión de la ciudad semiautónoma de Hong Kong, sin que se haya puesto fin a la guerra civil siria o impedido que los turcos intensifiquen su ofensiva contra los kurdos en un esfuerzo por frustrar sus aspiraciones independentistas.
Demás está decir que todos estos conflictos tienen repercusiones en Europa y otras regiones que ya están abrumadas por problemas económicos, políticos e inmigratorios que apenas están en condiciones de atenuar. Asimismo, la conducta errática de Donald Trump, lo difícil que les está resultando a los británicos romper con la Unión Europea y el auge de movimientos “ultraderechistas” en países acostumbrados a que conservadores y socialistas de ideas básicas muy parecidas se alternen en el poder sugieren que está acercándose a su fin una época que se ha caracterizado
por la moderación política sin que nadie sepa muy bien cómo será la siguiente.
Antes de que los resultados de las PASO les abrieran los ojos, los había en Estados Unidos y Europa que creían ver en la Argentina un poco de luz en un panorama mundial que se hacía cada vez más sombrío. Con optimismo, suponían que aquí la mayoría había repudiado el populismo y que, a pesar de todas las dificultades que le supondrían las reformas estructurales que tendrían
que concretarse, había optado por respetar las reglas del capitalismo liberal.
Fue por tal motivo que casi todos los dirigentes políticos occidentales apoyaban a Mauricio Macri hasta enterarse, la noche de aquel 11 de
agosto, de que lo más probable sería que, antes de terminar el año, lo reemplazara el peronista Alberto Fernández acompañado por Cristina, una expresidenta recordada por su amistad con Hugo Chávez, el pacto con Irán, su papel como jefa de una “asociación ilícita” asombrosamente
corrupta y otras actividades por las que está procesada.
Desde el punto de vista de la elite mundial, pues, la Argentina ha dejado de ser una parte de la solución, un país potencialmente muy
próspero que, debidamente reformado, fijaría el rumbo para el resto de América latina, al transformarse en un problema mayúsculo, un “emergente” que corre peligro de seguir a Venezuela camino de la perdición. Según la cadena Fox News –la favorita de Donald Trump–, la Argentina “está al borde del colapso”, a punto de caer víctima de lo que los analistas poco sofisticados del canal llaman “socialismo”, un credo que siempre ha sido demasiado rígido para el gusto nacional.
Por desgracia, aun cuando se basen en los prejuicios de quienes ven el peronismo como un movimiento de inspiración fascista, tales percepciones importan. Lo sabe Alberto Fernández; ya ha enviado emisarios al norte para que aclaren que no es un lunático sino un estadista sensato cuya gestión se asemejará bastante a la atribuida a Macri
pero sin los “errores” que lo hicieron tropezar. Por motivos evidentes, no quiere que los norteamericanos, europeos y japoneses lo tomen por un ideólogo que se propone construir,
con la ayuda de los piqueteros, una alternativa a los modelos socioeconómicos conocidos, una que tendría más en común con la chavista que con las del mundo desarrollado.
He aquí una razón por la que a Alberto le molesta tanto “la calle”. Además de poder ocasionarle dificultades con
la clase media, los disturbios ya rutinarios que llenan las pantallas televisivas envían un mensaje nada tranquilizante a quienes, desde sus oficinas o campos de golf en países ricos, manejan muchísimo
dinero. Si llegan a la conclusión de que sería mejor mantenerlo fuera del alcance de los gobernantes argentinos, hasta nuevo aviso el país tendrá que depender exclusivamente
de sus propios recursos financieros, lo que, es innecesario decirlo, podría suponerle una serie de catástrofes humanitarias en gran escala.
Aunque los kirchneristas más fanatizados y sus coyunturales aliados de la izquierda dura creen estar librando una guerra contra lo que llaman el neoliberalismo, la verdad es que su enemigo principal es el hecho ingrato, pero no por eso descartable, de que hoy en día la Argentina es un país pobre conforme a las pautas internacionales. Es como si estuvieran convencidos de que en algún lugar estuviera oculto un tesoro más que suficiente como para permitirles satisfacer todas sus demandas pero que, por motivos perversos, el gobierno
macrista se niega a gastarlo en beneficio del pueblo. Hasta ahora, persuadirlos de que no es así para que más personas piensen seriamente en qué se podría hacer
para que la economía argentina se pusiera a la altura de las expectativas de una proporción sustancial de los habitantes del país, ha sido claramente imposible, pero una
vez en el poder Alberto tendrá que intentarlo.
Néstor Kirchner y, en menor medida, Cristina contaron con ingresos abultados provenientes de la venta de soja y otros productos agrícolas que cotizaban a precios muy
altos. Macri pudo sacar provecho de la buena voluntad del establishment político occidental representado por el Fondo Monetario Internacional que, gracias a Trump, le prestó más
de cincuenta mil millones de dólares. ¿Y Alberto? A menos que tenga mucha suerte, se verá constreñido a arreglarse sin que sople ningún “viento de cola”
y sin el respaldo del “círculo rojo” mundial, una realidad que se agravaría si estallaran más guerras en el “gran Oriente Medio” y si, como parece probable, los países occidentales,
exasperados por su propia incapacidad para exportar sus instituciones y los valores sobre los que descansan, optan por replegarse e invertir menos que antes en los “emergentes” y “fronterizos”.
En tal caso, el gobierno podría culpar al mundo, como hacía Cristina, por lo que sucediera en el país, pero asumir una postura desafiante para consumo interno no le serviría para mucho.
Mientras sea nada más que un presidente virtual, con mucho poder pero sin responsabilidades formales, Alberto continuará procurando conservar el apoyo del ala kirchnerista de la coalición que actualmente encabeza sin asustar demasiado a quienes temen que, espoleado por sus partidarios más
entusiastas, vaya por todo. A juzgar por sus declaraciones públicas, está comenzando a entender la magnitud de la tarea que le aguarda si, como se prevé, triunfa con comodidad
en las elecciones auténticas.
Macri aprendió que gobernar la Argentina no es fácil en absoluto aun cuando lo ayude del “mundo”. Hacerlo con los países avanzados en contra o indiferentes, exigirá talentos que escasean en la clase política que la ha llevado a la situación actual.
¿Los poseen Alberto y otros miembros de los equipos que está formando? No sabremos la respuesta a este interrogante clave hasta que haya terminado una transición
que, por ser tan grande la diferencia entre la cultura política del gobierno saliente y aquella del entrante, hubiera sido traumática sin las PASO que, además de dejar al macrismo malherido, dio a la oposición interna al albertismo todavía embrionario tiempo en que comenzar a enviarle advertencias sonoras para que no se desvíe demasiado de la línea trazada por su patrocinadora
y jefa espiritual.
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