Por Pablo Mendelevich |
El orden constitucional, como se le llama, luce en el último cuarto de siglo bastante desordenado. Por lo menos si se le asignan importancia a requisitos fundamentales del buen
funcionamiento de una república como la estabilidad institucional y la alternancia. El único traspaso de mando puntual, en paz y entre fuerzas políticas diferentes de estos 25 años ocurrió
en 1999, un buen augurio que, sin embargo (parece que hasta las señales están mal conectadas en nuestro tablero) precedió a la descomposición más dramática del sistema que haya habido
en la era moderna.
Bajo la nueva Constitución hubo en total seis gobiernos distintos, casi ninguno exento de irregularidades institucionales. El primero, con formato alargado de cuatro años
y medio (Menem II), fue producto del plan canje contenido en el Pacto de Olivos, un beneficio directo para el organizador de la reforma. El segundo (De la Rúa), votado por la mitad de los argentinos, cayó en
la mitad del mandato y es el que abrió el período al que se conoce como colapso de la Argentina. El tercero (Rodríguez Saá), elegido por el Congreso, duró seis días; el cuarto (Duhalde)
también fue elegido por el Congreso pero bajo normas readaptadas; después el presidente se autoacortó el mandato, decisión inédita de dudosa constitucionalidad. El quinto resultó ser
un matrimonio que, para desafiar los límites constitucionales a la reelección indefinida, estrenó a nivel mundial el método de la alternancia conyugal en el poder (experimento inconcluso por la
muerte de Néstor Kirchner). Y el sexto, el del presidente no peronista actual, que padeció un cuestionamiento intermitente de legitimidad por parte de sus antecesores, es el que hoy lucha por mantenerse a flote
después de un inusual estremecimiento detonado en elecciones preelectorales, otro invento criollo.
Los constitucionalistas que ahora mismo preparan sentidos discursos para evocar 1994 dirán que aquellos vaivenes poco afectan el buen nombre y honor, el bronce de nuestra moderna
Constitución, lograda en una convención épica, de pluralismo ejemplar, en la que convivieron con cívico patriotismo importantes políticos diversos, el agua y el aceite. Dirán que las
sucesiones desordenadas, los gobiernos incompletos, las instituciones débiles son cosas de la política, no de la impoluta Carta Magna. Que además les dio jerarquización constitucional a los Tratados
Internacionales sobre Derechos Humanos, el reconocimiento a diferentes grupos de la comunidad, a los aborígenes, derechos ambientales, de los consumidores, el hábeas data. Es cierto, temas en lo que hay que celebrar
la modernización.
¿Pero no es acaso una Constitución un pacto de convivencia que debe servir primero que nada para superar el arraigado sistema de sociedad facciosa, para facilitar los caminos
que permitan habilitar la conciliación, establecer acuerdos y resolver los grandes problemas estructurales del país? Con lo omnisciente y doméstica que es hoy la grieta, expandida hasta en los clubes de
barrio, ni hace falta refrescar que el pacto de convivencia en la Argentina está rajado. Por algo la semana pasada cuando Macri quiso por fin llamar por teléfono al candidato presidencial rival -no por cortesía
sino para calmar a los mercados desenfrenados- se presentó un problema parecido al de una mamá que quiere invitar a un compañerito que nunca juega con su hijo: en la Casa Rosada nadie tenía el número.
La falta de diálogo no es simple metáfora.
También una Constitución funciona como apoyatura del acuerdo fiscal sobre el que se construye el federalismo, asunto que no olvidaron los constituyentes del '94: le
ordenaron al Congreso dictar una nueva ley de Coparticipación antes de que termine 1996. Hasta hoy la orden no se cumplió. Deuda que quien sabe si le restará fervor a los homenajes de esta semana o abundarán
allí las justificaciones por lo difícil que sería -siempre lo dicen- poner en línea a todas las legislaturas provinciales.
En cuanto a la parte instrumental, no parece de buen gusto recordar que así como el derecho a huelga que rige hoy en la Argentina es una garantía introducida en la Constitución
por la Revolución Libertadora (artículo 14 bis), muchas de las disposiciones atribuidas a la Constitución de 1994 que tienen buena reputación, como el acortamiento del mandato presidencial de seis
a cuatro años o el ballottage, en realidad ya habían sido instauradas por la Enmienda Lanusse, es decir, por la anteúltima dictadura, y guiaron a la república durante el tercer gobierno peronista
(al ballottage se le adosó en el 94, eso sí, un toque argentino). Esa enmienda de 1972 se había dado a sí misma diez años de vida a menos que la ratificara una convención constituyente.
En los hechos, los convencionales de 1994 la restauraron.
En el peronismo es posible que ahora se celebre con énfasis la creación, hace 25 años, de la figura del jefe de Gabinete, porque en ese cargo hizo su carrera política
el singular Alberto Fernández. Pero es discutible que el cargo haya servido para lo que fue inventado, que era mitigar el hiperpresidencialismo. Casualmente Fernández se desempeñó durante la primera
mitad de los doce años y medio del kirchnerismo, quizás el período de mayor concentración de poder presidencial de la historia.
El tercer senador, una innovación destinada a dar cabida a las minorías provinciales, no tardó en malversarse cuando empezaron a llegar al Senado tres senadores
peronistas de una misma provincia que en partidos separados se habían quedado con la mayoría y la minoría. Y el Consejo de la Magistratura, institución que iba a mejorar la calidad de la Justicia,
conoció ya varias reformas, trabaja a destajo y tiene propensión a aparecer en las noticias más como un lugar donde se cuecen las influencias y se cuentan los porotos de unos y de otros que como una factoría
de excelencia jurídica. Huelgan las evaluaciones: casi cualquier argentino sabe qué nota ponerle a la eficacia, la ecuanimidad, los tiempos y la independencia de los jueces y fiscales de los distintos fueros.
Pero quizás el contraste más ostensible entre la letra constitucional y la realidad se refiera a los partidos políticos, que nunca antes de 1994 habían sido
nombrados en una Constitución argentina, y que aquí aparecieron ensalzados como "instituciones fundamentales" de la democracia. Un maleficio. Si hay algo que se debilitó en este cuarto de siglo
fue el sistema de partidos, palabra esta que en el habla corriente también camina al desuso (aplastada por "espacios"), pero que se mantiene firme en el idioma que habla sólo la justicia electoral.
Las desventuradas PASO son precisamente una imposición del Estado destinada a resolver las internas en los partidos. El problema no es sólo que no hay internas de verdad, tampoco hay partidos de verdad.
La Constitución está por encima de todo, engolan hombres del derecho. Muchos políticos la ven tan arriba y tan sagrada que les parece más venerable que aplicable.
Manda la política, susurran cada vez que adaptan una norma a la solución de un inconveniente.
El desacople entre la letra constitucional y la vida real, tan naturalizado en la cultura política, tal vez explique por qué el Gobierno piensa recordar a los padres de
la reforma del 94 no sólo con palmadas, también con medallas.
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