Por Arturo Pérez-Reverte |
Conste que mis conocimientos de Derecho son mínimos, así que me limitaré a opinar según la jurisprudencia de lo visto y leído en España: mi
impresión personal e intransferible. Por poner un ejemplo práctico, imagine el lector que va por la calle y al doblar una esquina observa que un delincuente está asaltando a un juez (para el ejemplo igual
valdrían un registrador de la propiedad o un repartidor de pizzas, pero hoy le toca a un juez). A lo mejor el malo lleva una navaja empalmada, aunque tampoco es imprescindible. Supongamos que no lleva arma ninguna y
se limita a patearle los huevos a su señoría. Ahora querrá saber algún listillo cómo diablos sabremos que el agredido es un juez; y aunque como digo la cuestión es irrelevante, en
este caso la respuesta es sencilla: lleva toga y puñetas de encaje. Y el caso, como digo, es que, para robarle la cartera al señor juez, el malo le está pateando los huevos con mucho desahogo. Zaca, zaca.
Con verdaderas ganas.
Es ahora cuando se plantea el dilema. Aparte de que la denegación de auxilio es un delito, o creo que lo era, pocas personas decentes pasarían de largo, incluso aunque
a quien le pateasen los huevos fuera un político español. Incluso, por llegar al extremo de lo comprensible, un inspector de Hacienda. Pero hemos quedado en que es un juez. En cualquier caso, un ciudadano honrado
intervendría sin dudarlo, fuera quien fuese. Y ahí surge la complicación técnica. Porque supongamos que uno va y forcejea con el asaltante, y éste es un tipo fuerte, o está muy zumbado,
o aunque no lleva armas pega hostias como panes. Y usted se lía en caliente, porque las peleas no son precisamente un ejercicio de análisis intelectual. Y el malo se cae, o usted lo tira, y se da con el bordillo
de la acera en el cogote. O a lo peor era drogata y estaba débil del corazón, y con el soponcio se queda tieso como la mojama. Y entonces llega lo bonito, porque el juez se levanta frotándose los huevos,
te pone afectuoso una mano en tu hombro y dice, conmovido pero profesional: «Gracias, Rambo. Me has socorrido, pero siento comunicarte que según el Código Penal y el Código de Hammurabi tu violencia
ha sido desproporcionada. Casi fascista, dirían algunos y algunas. Así que, con todo el dolor de mi corazón, y puesto que los jueces españoles nos limitamos a aplicar la dura lex, sed lex y no a
interpretarla, voy a empapelarte hasta las trancas. De modo que ve despidiéndote durante seis o siete años de instrucción judicial de tu vida normal, de un posible par de años de libertad y de la
pasta gansa que te van a sacar como indemnización, porque te voy a joder vivo».
Hay una segunda opción, naturalmente. Que usted vaya por la calle y vea cómo al juez le dan las suyas y las del pulpo, o que al ministro del Interior de ahora, que también
es juez, le están robando la cartera, o al de Justicia lo está violando una manada de atracadores aficionados a atacar por la retaguardia. Y usted eche cuentas y decida que complicarse la vida en España,
donde todo disparate tiene su asiento y a menudo ese asiento suele ser legal, trae poca cuenta. Y decida, basado en tristes y notorias experiencias ajenas, que más vale seguir su camino como si nada hubiera visto, Evaristo.
O, como mucho, sacar el móvil y grabar la escena de lejos, por no implicarse demasiado. Y luego, eso sí, colgarla en YouTube para denunciar enérgicamente el asunto.
Y es que nos está quedando un paisaje precioso, oigan. A mí me queda poco, la verdad. Y que me quiten lo bailado, que fue bastante. Pero ustedes, los jóvenes, van
a tener mucho tiempo y ocasiones para disfrutarlo. Les va a rebosar el disfrute por las orejas.
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