Por James Neilson |
Con todo, hay esperanzas que no se mueren. Puede que en las décadas que siguieron a la restauración de la democracia la clase media, triturada por un modelo corporativista
perverso, se haya achicado, pero no se ha desvanecido por completo el sueño argentino que los sobrevivientes se niegan a abandonar, el de un país decente en que se respetan ciertos valores fundamentales que demasiados
políticos e intelectuales suelen despreciar.
Los que se aferran a tales valores no quieren que regresen al poder personajes que, de funcionar como corresponde el sistema judicial, estarían en la cárcel. Para ellos,
que Alberto Fernández diga que Venezuela no es una dictadura porque el régimen de Nicolás Maduro es de origen democrático suena a advertencia; saben que si los kirchneristas ganan las elecciones,
justificarán sus atropellos aludiendo al carácter sagrado del voto popular, a lo de vox populi, vox dei. Total, contarán con la plena aprobación del santo padre Jorge Bergoglio y de sus delegados
locales.
Como pudo preverse, los partidarios de la fórmula Fernández-Fernández no vacilaron en denigrar a los manifestantes, tratándolos de gorilas, burgueses,
gente de clase media, viejos reaccionarios, derechistas, garcas y así por el estilo. La indignación que sienten puede entenderse. Suponen que aquí la calle es de piqueteros, sindicalistas, anarquistas
y militantes combativos de la izquierda dura, no de ciudadanos “normales” que simpatizan con un gobierno que se enorgullece de su moderación tolerante, escucha con humildad los agravios más brutales
sin que se le ocurra buscar la forma de castigar a los culpables y está a favor del capitalismo liberal. Desde el punto de vista de los habituados a organizar concentraciones costosas para protestar contra cualquier
cosa que podría amenazar sus “conquistas”, lo del sábado pasado fue una aberración antinatural.
Entre los más sorprendidos por lo que sucedió estaba el propio Macri. No está acostumbrado a los baños de multitudes. La calle le es ajena. Prefiere armar
para la televisión fiestas decorosas con globitos amarillos y un poco de baile. A su modo es un tecnócrata que desconfía de las ilusiones colectivas que los peronistas y otros de mentalidad parecida saben
movilizar, de ahí el escaso interés por las tradiciones o “códigos de la política” que sus aliados radicales nunca han dejado de criticar. Aunque Macri y quienes lo rodean se creen realistas
cabales, el desdén que sienten por el lado emotivo de la política es irracional. La historia no sólo de la Argentina sino también de muchos otros países debería recordarles que malas
ideas bien presentadas a menudo triunfan a expensas de las buenas.
Es tarde, muy tarde, pero parecería que aquellas marchas les enseñaron que lo que más necesita el oficialismo es lo que Macri mismo calificó de “una
inyección de ánimo”, o sea, del entusiasmo propio de movimientos que estén resueltos a luchar denodadamente por los principios que han hecho suyos y a los que no están dispuestos a renunciar.
Sin una buena dosis de pasión y hasta mística, ninguna fuerza política tendrá éxito aun cuando lo que propone sea claramente mejor que lo planteado por sus rivales.
Los comprometidos con la visión de un país subordinado a leyes razonables están perdiendo la batalla contra el kirchnerismo que últimamente se ha visto
ampliado por la adhesión oportunista de peronistas que antes habían sido reacios a vincularse con Cristina, en buena medida porque el macrismo ha permitido que sus adversarios controlen la agenda, haciendo del
estado actual de la economía el único tema significante. Fracasó el intento de Miguel Ángel Pichetto de hacer de la larguísima campaña electoral un conflicto entre el espíritu
republicano de un gobierno que siempre ha procurado aferrarse a la Constitución y la corrupción congénita, propaganda mendaz, caudillismo unitario y revanchismo que son típicos del kirchnerismo.
No es que los pergaminos económicos del los Fernández y sus amigos sean netamente superiores a los de los macristas. A juzgar por lo que hicieron hace no tantos años
y por lo poco que han dicho en torno a lo que harán en el caso de que vuelvan, son decididamente peores. Así lo entienden “los mercados” que reaccionaron ante el “palazo” que sufrió
Macri devaluando de golpe el peso y disparando hacia el cielo el índice riesgo país. De haber sido otro el resultado de las PASO, la maltrecha economía nacional hubiera comenzado a disfrutar de algunos
meses de mejoras al estabilizarse “el dólar” y amainar la tormenta inflacionaria.
Sea como fuere, en términos políticos por lo menos, Alberto Fernández, que jura creer que el Fondo Monetario Internacional y el gobierno de Macri son los únicos
responsables de la “catástrofe social” que está viviendo el país, ha ganado este debate. ¿Sería capaz de impedir que la situación se agravara mucho en los meses y años
próximos? No existen motivos para suponerlo. Aunque sólo fuera porque quiere congraciarse con Cristina y sus laderos más rabiosos, ya ha comenzado a echar leña al fuego sin que le preocupe el impacto
de su conducta en el bolsillo de millones de compatriotas. Siempre y cuando perjudique a Macri, los daños colaterales causados por sus exabruptos le parecerán justificados.
De acuerdo común, Macri debió haber iniciado su gestión denunciando “la herencia” en términos similares a los empleados por Alberto F. con
miras a despejar el camino hacia la Casa Rosada, pero mientras que un peronista, respaldado por los Moyano y por muchas organizaciones sociales politizadas, hubiera podido hacerlo con cierta impunidad, a un mandatario con
otra camiseta no le hubiera sido aconsejable arriesgarse hablando con franqueza acerca de las dificultades que todos tendrían que enfrentar.
En cuanto a los demás errores que se les atribuyen a los macristas, fueron menores en comparación con los cometidos a diario por Cristina y los personajes como Guillermo
Moreno que la acompañaban. Por supuesto que a nadie le gustan los resultados concretos de la gestión económica del Gobierno, pero ello no quiere decir que otro hubiera podido lograr que el desvencijado
y patéticamente anticuado cacharro nacional se transformara de la noche a la mañana en un Ferrari.
Si bien a esta altura parece muy poco probable que Macri y Pichetto derroten al dúo conformado por Alberto Fernández-Cristina Kirchner en la carrera electoral, a quienes
los respaldan aún les queda tiempo en que asegurar que siga viva la democracia liberal que el gobierno macrista representa para que sus simpatizantes puedan aprovechar los desastres que con toda seguridad provocará
su presunto sucesor. Pero no les será suficiente limitarse a denunciar, en los medios que se animen a permitirles expresar sus opiniones, las barbaridades que perpetúe o señalar lo obvio, que versiones
del “modelo” socioeconómico que reivindican funcionen muchísimo mejor que las alternativas voluntaristas que se han ensayado. También tendrían que convencer a una proporción sustancial
de la población de que le valdría la pena participar, aunque fuera de forma pasiva, de una gesta política, social y cultural.
La sociedad argentina es oposicionista. Por razones penosamente evidentes, desde hace casi un siglo a pocos les ha parecido aceptable el statu quo. Los gobiernos populistas saben
desviar el rencor que tantos sienten hacia hipotéticos enemigos foráneos, pero los deseosos de atraer las inversiones extranjeras que el país necesita no pueden hacerlo. Para más señas, aunque
el macrismo nunca dejó de ser una fuerza rebelde que aspira a modificar drásticamente el orden socioeconómico existente, a ojos de muchos desempeñaba el papel de defensor de lo que quería
cambiar, mientras que los peronistas, en especial los kirchneristas, se las ingeniaron para ocupar el lugar de enemigos mortales del modelo que ellos mismos, o sus antecesores, habían construido y que esperan consolidar.
Cuando es cuestión de motivar a la gente, los militantes de movimientos que han ocasionado inmensas catástrofes humanitarias, como el comunismo, el nazismo, el fascismo,
el nacionalismo desenfrenado y distintas variantes del fanatismo religioso, son muchísimo más eficaces que los partidarios de credos menos destructivos. A través de los siglos, decenas de miles de personas
muy inteligentes y vigorosas se han inmolado en aras de causas que sus descendientes creerían absurdas. He aquí una razón por la cual los moderados, que temen la violencia latente en las muchedumbres,
quisieran que las luchas políticas se asemejaran a intercambios académicos desapasionados en que los datos pesan mucho más que los sentimientos. Tal actitud tiene sus méritos, pero no los ayuda
a ganar elecciones.
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