Por Arturo Pérez-Reverte |
Y si se trata de religión, política o nacionalismos, ni les cuento. Es asombroso cómo argumentos
o asuntos serios quedan reducidos a la simpleza de los 280 caracteres, que acaban sustituyendo a los verdaderos contenidos y alcanzan amplia difusión; de lo que resulta una cadena de comentarios de quienes no conocen
el asunto original ni se preocupan por conocerlo, opinando sin cortarse un pelo de lo que unos dicen que otros han dicho o les dijeron. Y por supuesto, como estamos en España, abundan quienes saben más lengua
que los lingüistas, más ciencia que los científicos y más historia que los historiadores. No se trata ya de opinar, pues a fin de cuentas las opiniones son libres. Se trata de insultar o silenciar
cuanto no coincida con lo que uno cree saber o piensa, o no encaja en su –a veces limitado– ámbito intelectual. Cualquier analfabeto se atreve a ello sin complejos. Y no les quepa duda: si Ramón y
Cajal o Cervantes anduvieran ahora por las redes, cada día habría gente enmendándoles la plana. Ni puñetera idea tienes de ciencia, calvo de mierda. Y tú, Miguelito, cierra el pico, que mataste
moros en Lepanto y nos conocemos, juntaletras fascista. Para Quijote bueno, el de Avellaneda.
En lo que al arriba firmante se refiere, Twitter tiene doble utilidad. Por una parte, la del espectáculo bronco y divertido de observar. Ayuda mucho a escudriñar la condición
humana, y eso es útil para cuando llueva napalm –que tarde o temprano siempre llueve–, pues conocer lo despreciable del paisanaje atenúa un poquito la piedad y el remordimiento. La otra es lo útil
de esa red social como herramienta eficaz; pues, ya en lo personal, me permite enviar informaciones, responder a consultas, enlazar con artículos, libros y asuntos relacionados con mi trabajo, manteniendo con los lectores
y amigos –cada lector es realmente un amigo– un contacto imposible de otro modo. Es una forma de agradecer el interés y la lealtad; aunque no falte quien se enfada porque no respondo, o no lo hago en el
acto, a su consulta, sin considerar la imposibilidad de que alguien con dos millones de seguidores tuiteros, que recibe cientos de mensajes diarios, pueda responder a todos. Para eso tendría que vivir en las redes sociales,
pero tengo otras cosas que hacer. Hago lo que puedo, cuando puedo. Y ojalá pudiera más.
Dicho lo anterior, Twitter también ofrece momentos maravillosos. Ayudar a que un perro perdido sea encontrado por sus amos, o que uno abandonado encuentre hogar, es una de mis
satisfacciones. Y hace unas semanas, en especial, hizo posibles un par de días magníficos, que debía agradecer de algún modo y por eso escribo este artículo. Había encontrado entre
viejos papeles una fotografía de una veinteañera bellísima y elegante, la joven que en otro tiempo fue mi madre. Y aunque nunca cuelgo fotos familiares ni apenas mías en las redes sociales, creí
que ésa sí valía la pena. Así que la tuiteé con la frase «las madres de antes eran más guapas». Luego me dispuse a esperar, divertido, el aluvión de acusaciones
de carca, retrógrado y machista que creí iba a suscitar aquello. Y sin embargo, para mi grata sorpresa, lo que siguió fueron dos días maravillosos en los que millares de amigos tuiteros, animados
por aquello, colgaron fotos de las suyas. Y de ese modo, sin pretenderlo, entre todos reunimos un extraordinario álbum de madres, un homenaje masivo y espontáneo a las felizmente vivas o ya desaparecidas, lleno
de mensajes de ternura, de amor, de recuerdos emocionados a todas ellas; que sin duda fueron diferentes a las de ahora porque su tiempo también lo era. Mujeres hermosas por dentro y por fuera, madres que con su abnegación,
con su sacrificio, con su inteligencia, con su trabajo, con su valor y entereza, sostuvieron a sus familias en tiempos difíciles, sacaron adelante a los suyos, pelearon como leonas por apoyar a sus hombres, por criar
y defender a sus cachorros. Y es cierto, comprobamos todos. Sin demérito de las actuales, que ya tienen otro estilo, y como pudimos comprobar gracias a Twitter, las madres de antes eran mucho más guapas. Incluso
las que nunca pretendieron serlo.
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