Un texto de José Ingenieros
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad.
La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer. Cuando un ideal de
perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos
divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originaria
por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado a la mediocrización moral, subvirtiendo los
términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De
ahí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres conformados
a la rutina y a los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados
predispone a perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste o la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.
Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los
primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Si el hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo en grupos, lo es solamente en los caracteres firmes.
Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias, exaltan a los domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra a los ineptos, como el hartazgo del
rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos
ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran en la vida construyéndose un escenario, grande o pequeño, bajo o culminante, sombrío
o luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier
medio y de cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro
o presidente, la del novelista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos.
La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un Ideal. Éste le cristaliza en dignidad; aquéllos
le degeneran en vanidad. El éxito envanece al tonto, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no
tiene, acaso, bíceps excesivos hasta la deformidad? La función hace el órgano. El "yo" es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en
el hombre superior es un adorno: simple exponente de fuerza. El músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiva, por monstruosa e inútil, como la vanidad del insignificante.
Ciertos hombres de genio, Sarmiento, pongamos por caso, habrían sido incompletos sin su megalomanía.
Su orgullo nunca excede a la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia guarda proporción con el mérito. A un metro y a simple vista nadie ve la pata de una
hormiga, pero todos perciben la garra de un león: lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras. No pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los
que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que
están muy alto y encienden su entusiasmo.
El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado
la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio o una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal
y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante.
Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como
la hiedra a la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas
opuesto por el individuo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO IV/III- LOS CARACTERES MEDIOCRES)
Selección y transcripción: Agensur.info
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