Por Carlos Manfroni
La decisión entre el voto útil y la elección de un candidato que se ajuste plenamente a las propias convicciones y creencias resulta siempre una alternativa ética;
al menos para quienes miran más allá de la conveniencia momentánea o de resentimientos personales a hora de cada convocatoria electoral.
Como todas las acciones humanas, el voto no escapa a una valoración moral; y las valoraciones morales nunca deben prescindir de las circunstancias.
Cuando a una contienda por la presidencia de un país se presentan cuatro o cinco fuerzas parejas en sus posibilidades de obtener el triunfo, no parece que existan obstáculos
morales para votar al partido que más se acerque a las propias convicciones. A los efectos de este ejercicio, habrá que suponer que las propias convicciones se formaron después de una valoración
honesta que previamente se haya hecho respecto de cada fuerza; ya que este es un ejercicio teórico que proponemos para gente honesta.
¿Pero qué sucede cuando hay sólo dos fuerzas con perspectivas reales de ganar y otras dos o tres sin perspectivas de acceder a la presidencia?
Supongamos que alguna de esas dos o tres fuerzas sin posibilidades representa las propias convicciones en mayor medida que cualquiera de las dos que lideran, por lejos, las encuestas.
Es en tales circunstancias cuando las opiniones se dividen.
Un número importante de ciudadanos opina, de buena fe, que debe votarse siempre al candidato que se acerque más al ideal esperado, ideal que no ve representado, al menos
en la medida deseada, por los partidos líderes. Estas diferencias podrían derivar de cuestiones tan importantes como la oposición al aborto o el enfoque respecto de los derechos humanos o la convicción
en la defensa del libre mercado, por citar algunos ejemplos comunes a todos los países de Occidente. En algunas naciones, se sumarán otros elementos de decisión también trascendentes, como la posición
respecto de corrientes separatistas, la integración regional, etc.
El problema del enfoque "purista" es que busca preservar el propio prestigio antes que el bien común; la posibilidad de decir después: "yo no lo voté";
o "yo voté al que sostenía mis principios; los demás son culpables". Existen incluso quienes defienden convencidos el voto en blanco, como una manera de no contaminarse.
El error ético de un criterio "purista" consiste en no considerar que las consecuencias previsibles de las acciones forman parte de la misma acción. Las acciones
son las acciones y sus consecuencias y, por tanto, la ética de las acciones es también la ética de sus consecuencias.
En teoría, nada ofrece al elector purista mayores garantías de no contaminarse que un voto en blanco. Pero quien vota en blanco está votando por alguien, porque
su acción o, mejor dicho, su omisión no puede desprenderse de sus consecuencias. En el mejor de los casos, está jugando a la ruleta rusa con la suerte de la República; la posibilidad de tener lo
que no se deseaba y algo peor.
Entre dos resultados posibles -y esto se aplica a cualquier orden de la vida-, siempre habrá uno mejor que el otro. Después de todo, Aristóteles sostenía
que el mal es la ausencia relativa del bien. Sólo hay que examinar cuánto de bueno ofrece una posibilidad real que la otra no ofrece.
La decisión en favor de alternativas que sostengan un mayor bien teórico, pero sin posibilidades de hacerlo prevalecer, representa casi lo mismo que el voto en blanco.
Diferente es el caso en elecciones legislativas, cuando las fuerzas minoritarias tienen la posibilidad de obtener bancas en el Congreso, sin poner en riesgo, a todo o nada, la conducción
ejecutiva de una nación. En esas ocasiones, el voto por candidatos que no lideran las encuestas pero que sostienen principios más puros, en orden a las propias convicciones, puede ser una opción moral
válida. Una vez más, las consecuencias de las acciones forman parte de la propia acción.
La Historia progresa por tramos y el que no vea esto, no ha leído la Historia. El apoyo a los cambios de una vez y para siempre sólo ha conseguido dictaduras sangrientas.
Y aún las dictaduras necesitan algún consenso cómplice, como describía Václav Havel con la escena del verdulero que, igual que todos en la vieja URSS, colocaba diariamente en su negocio el
letrero: "¡Proletarios del mundo, uníos!".
Frecuentemente nos referimos al voto útil, casi despectivamente, como una decisión pragmática; pero en realidad se trata de una acción del más puro
sentido moral.
© La Nación
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