Por Carmen Posadas |
Mohamed bin
Rashid no parece ser precisamente un angelito, y da la impresión de que la naturaleza le ha dotado de un físico acorde con sus atribuidas hazañas: cejas espesas y torvas, ojos rapaces, nariz en forma de
porra, barba azulada y unos mostachos caídos que flanquean unos labios finos y me atrevo a decir que crueles. Un verdadero malo de película, por tanto, de esos que, cuando aparecen en pantalla, uno ya imagina
sus negras intenciones. Desde siempre, la literatura, también el cine y la televisión nos tienen acostumbrados a que los malos parezcan malvados, lo cual resulta muy cómodo para escritores y guionistas,
pero completamente inútil para alertarnos a la hora de descubrir a los malos de verdad, esos que encuentra uno en el día a día. Porque, en la vida real, las personas más malvadas tienen con frecuencia
aspecto bondadoso, angelical incluso. Si uno busca en Internet la lista de los criminales más guapos de la historia, encontrará casos tan notables como el de Scott Peterson (muy parecido a Ben Affleck), condenado
a muerte por asesinar a su mujer y a su hijo nonato. O el de Carlos Eduardo Robledo Puch, un querubín rubio y de ojos azules perteneciente a una familia acomodada, que con solo veinte años ya había matado
a diez personas a sangre fría. O el de Ted Bundy, elegante, guapísimo, ejemplar marido y también uno de los mayores asesinos en serie en la historia de los Estados Unidos. La lista es larga y en ella figuran
tanto nombres masculinos como femeninos, que en esto de la maldad no hay distingos, pero tal vez el caso más célebre de todos sea el de Josef Mengele, responsable de los asesinatos y experimentos médicos
más atroces perpetrados durante la Segunda Guerra Mundial y al que, por su apostura, llamaban ‘el ángel de la muerte’.
¿Alguna vez fue cierto que la cara es el espejo del alma? ¿Por qué tendemos a asociar la belleza con el bien y la fealdad con el mal? ¿Es solo una errónea apreciación nuestra? Si observamos los rostros juveniles de estos y otros personajes malvados, la respuesta parece ser sí. Sin embargo, resulta interesante observar
qué ocurre con las caras de todos estos individuos a medida que envejecen. Tomemos, por ejemplo el caso del ‘Ángel de la muerte’ y siniestro médico de Auschwitz. En sus fotos de juventud, su
frente aparece limpia y despejada, sus ojos son mansos y su sonrisa muestra unos dientes separados que le dan el aspecto de muchacho bueno y quizá algo provinciano. Sin embargo, en las imágenes que existen de
cuando ya se había unido al ejército, su aspecto empieza a cambiar. La frente continúa siendo límpida, pero se pliega de un modo feo en el entrecejo mientras sus ojos se van convirtiendo en fríos,
penetrantes. Solo sus dientes separados conservan la candidez de la adolescencia, pero, unos años más tarde, en fotografías posteriores, ese único rasgo redentor se verá modificado. En una
cara vieja los dientes separados confieren a su dueño el aspecto de burlona calavera que, en el caso de Mengele, él intenta disimular con un bigote. No lo consigue, ese aire de tétrica calavera se ha apoderado
de todos sus rasgos. Como se ha apoderado también para entonces de su siniestra alma, porque, cuando los malos son muy jóvenes, tal vez no parezcan serlo, pero, a medida que pasan los años, y como decía
Cocteau, cada uno acaba teniendo la cara que merece. De este modo, la guapa tonta –o el guapo tonto, puesto que lo que voy a enumerar es cierto tanto para hombres como para mujeres– … el guapo tonto se vuelve
solo tonto; el tramposo simpático, solo tramposo; el hipócrita convincente, solo hipócrita; mientras que el malvado querubín deja al fin ver al ángel caído que siempre ha llevado dentro.
Es solo cuestión de esperar. Tarde o temprano, ese gran arquitecto que es el tiempo acaba convirtiendo a cada uno en lo que realmente es.
© XLSemanal
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