Por Arturo Pérez-Reverte |
Y tras dirigir esa rápida ojeada sin observar nada improcedente, miro alrededor, más bien confuso.
«¿La atención de quién?», pregunto. Y mi amigo, como si tampoco lo tuviera claro, se encoge de hombros y hace un ademán abarcando el entorno. El paisaje y la fauna. Y entonces comprendo
a qué se refiere.
Hasta donde abarca mi vista, el panorama es fascinante. A quinientos kilómetros de la playa más próxima, cinco o seis de cada diez varones visten con chanclas y
la amplia variedad de calzoncillos que la moda hace posible: estampado, fosforito, deportivo, con raja lateral, con bragueta, sin bragueta. Como si vinieran directamente de la piscina o de correr en el Retiro. Otros, más
formales, llevan pantalones cortos que airean sus pantorrillas, incluida una interesante variedad estrecha y apretada, marcando viril paquete, que se ajusta hasta encima de la rodilla y tiene que hacer sudar horrores. Algunos
pantalones cortos también son lucidos con desparpajo por vejetes de edad provecta: estampas tan patéticas que piensas hay que ver, colega, toda una vida honrada y digna de funcionario de Correos, por ejemplo,
para acabar como un tiñalpa, enseñando esas piernecillas descarnadas y pálidas; y todo porque los hijos o los nietos te dicen ponte un pantalón corto, abuelo, que así estarás más
moderno y más fresco. No seas rancio.
Prosigo mi exploración visual y se amontonan las bellas estampas urbanas: esas camisetas sobaqueras poniendo una axila en tu vida, o dos; esas gorras multicolores con la visera
para delante o la visera para atrás; esas camisetas del Barça embutiendo tripas cerveceras; esos tíos marranos con el torso desnudo rascándose los huevos y restregándote el sudoroso tocino
mientras esperan a tu lado en el semáforo; esas tías comprimidas en licra, o como carajo se llame, que imagina cómo irá, con este calor, lo que no salta a la vista; esas otras pavas en sujetador
y con el pantalón vaquero de moda, recortado por las ingles, cuyos pliegues se clavan directamente entre las rodajas, en plena pepitilla; esos bonitos tatuajes de Anhelo la paz del mundo en lengua armenia o en swahili; esos dos pavos que pasan musculosos y desinhibidos, en bañador y con el torno desnudo, enchufado uno al otro y a toda
hostia sobre el mismo patinete. Ese desfile, en suma, de horror callejero que en estas fechas incluye las estaciones de tren y los aeropuertos, con todo cristo viajando medio en pelotas con maletas enormes que te preguntas
qué traerán dentro, si luego sus portadores van a vestirse con la misma camiseta, chanclas y calzoncillos que llevan puestos.
Así que, en fin, comprendo el toque de mi amigo. Quién soy yo para llamar la atención. Para ir por ahí provocando. Así que tras reflexionar un poco,
he decidido enmendarme. Para mimetizarme más con el entorno, no sea que ofenda, y también para ir más cómodo, porque la comodidad es un derecho humano, la próxima vez que vaya con Javier
Marías a cenar a Lucio –que últimamente también deja entrar de todo– pondré al día mi indumento: por supuesto, unas chanclas; y también un bañador de patas hasta
la rodilla, estampado, encima del cual ceñiré con donaire, a lo Superlópez, unos calzoncillos Abanderado por no perder el toque clásico. El torso me lo cubriré parcialmente con una camiseta
de largos tirantes y axilas holgadas, a ser posible con los colores del Betis. En vez del panamá llevaré un sombrero mexicano de paja roja, que llama menos la atención. Y en previsión de que accidentalmente
asome algo por los calzoncillos –con estas modas informales nunca se sabe–, me tatuaré la frase Recuerdo de mi viaje a Constantinopla en el prepucio. Y así, equipado al fin como Dios manda, estoy seguro de que cuando cruce silenciosamente y a toda leche por la Plaza Mayor
encima de un patinete, con la camiseta sobaquera ondeando al viento y Javier agarrado detrás, no llamaré la atención en absoluto.
© XLSemanal
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