lunes, 19 de agosto de 2019

Cartas a un joven poeta

Por Guillermo Piro
Si escribir cartas supone padecer alguna patología, escribirles cartas a los muertos es confirmación irrefutable de que se tiene flojo algún tornillo. Me refiero a las cartas manuscritas, esas que un cartero lanza por debajo de la puerta poco antes de que empiece a llover, o esas que llegan por correo certificado o con aviso de retorno y al no estar en casa debemos ir a buscar al correo, cosa que naturalmente y con justa razón no hacemos.

Porque el correo que llega será carta documento o no será. Ya escucho la voz estridente de los que alimentan las viejas tradiciones, lamentándose por una costumbre perdida, que en algunos casos significa una enorme pérdida para los futuros historiadores, pero que en gran medida evita a los lectores farragosos pedidos o reclamos excedidos de fórmulas retóricas y en la mayoría de los casos excesivamente largas. Umberto Eco, hace años, hablaba de las virtudes del e-mail refiriéndose a que en el pasado, para rechazar una invitación para dar una conferencia a los pies del Kanchenjunga debía tomar lápiz y papel, escribir un respetuoso rechazo de la invitación inventando razones, firmar la carta, llevarla al correo y enviarla, y en cambio ahora le bastaba recibir un mail y escribir “Lo siento, me resulta imposible”, con un evidente ahorro de tiempo, papel, tinta y energía.

Pero hay quienes se obstinan en seguir enviando cartas: a los diarios, a los programas de radio. Son cartas manuscritas que alguien lee e incluso en ciertas ocasiones alguien responde, pero no deja de ser extraño a esta altura: el remitente es siempre tratado como si fuera un desequilibrado mental, o alguien que dispone de mucho tiempo para perder, o que está bajo efectos de alguna droga que entretanto le permita hilvanar algunas ideas. Es decir drogas no potentes, más bien suaves e inofensivas, que solo idiotizan un poco y aumentan el apetito. No solo eso: hay quienes se obstinan en enviarles cartas a los muertos.

A Arthur Rimbaud le llegan a razón de dos o tres cartas por semana. A veces incluso le llegan paquetes, y sin embargo está muerto desde hace 127 años.

Alguien se ocupa de su correspondencia, como venimos a saber gracias a una entrevista publicada en Le Figaro. Se trata del guardián del cementerio de Charleville-Mézières, a los pies de las Ardenas, donde reposan los restos del gran poeta francés. “Soy su tutor”, dice el guardián, Bernard Colin.

Rimbaud ya no existe, pero la correspondencia es mucha. Están los que le escriben poesías, los que se desahogan de las inclemencias de la existencia, los que le dedican un aforismo. “Rimbaud: aunque ya no estés, te amaré siempre”, le confiesa una fan. Otra le promete al poeta “el cielo y el alba”. Y están los que se dejan llevar y le cuentan sus problemas sentimentales. Cierta Allison se lamenta: “Soy una fan tuya, pero nunca recibí una respuesta a mis cartas. Comienzo a inquietarme”.

¿Qué lleva a tantas personas a escribirle cartas a un poeta muerto? Tal vez el mito, el aura de rebelde prodigioso, la desaparición prematura (murió a los 37 años, pero abandonó la poesía a los 19), su espíritu libre.

La relación de Rimbaud con Charleville-Mézières, por otra parte, fue complicada en el pasado. El poeta odiaba la ciudad, y la ciudad le retribuía el odio ignorándolo. Con los años, el lugar se convirtió en un centro de adoración de Rimbaud. “Cuando empecé a trabajar aquí, hace 37 años”, dice monsieur Colin, “me dijeron que nadie venía a ver la tumba de Rimbaud”. Pero los tiempos cambiaron.

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