lunes, 22 de julio de 2019

Una filosofía propia

Por Guillermo Piro
En las librerías, a diferencia de lo que ocurre en las bibliotecas, no existen reglas fijas a la hora de disponer los libros en los estantes. Naturalmente siempre hay una sección reservada a los clásicos, una a los libros para niños, a las guías de viaje, etc., pero dejando de lado estas categorizaciones generales, cada uno hace un poco lo que le parece. Los modos más extraños de acomodar los libros se dan en las librerías pequeñas, donde probar métodos extraños y originales puede hasta atraer lectores.

John Sherman escribe en el sitio Literary Hub un artículo acerca de los criterios adoptados por determinadas librerías estadounidenses –como Strand, en Nueva York– para ubicar sus libros en las estanterías, partiendo de su experiencia como librero en una librería que cerró en 2017, la BookCourt, también de Nueva York.

Sherman comenzó a reflexionar sobre el modo en que se disponen los libros en las librerías después de haberse ocupado de reorganizar la sección de BookCourt dedicada a los libros de cocina. Los libros de recetas forman parte de un grupo de libros específico en el que los autores, a menos que sean chefs muy famosos, ni siquiera aparecen en las tapas. Sherman tenía intenciones de encontrar un modo más eficiente para disponer y consultar los libros en las estanterías. Al comienzo los libros estaban organizados en ocho categorías: pan y repostería, cocina sana, cocina francesa, cocina de Medio Oriente, cocina española/mexicana, cocina india, cocina mediterránea y general para todo el resto.

Según Sherman, no tenía mucho sentido que hubiese libros de cocina judía en la sección de Medio Oriente y los de dietas de moda en la sección dedicada a cocina sana, dado que se trataba de lectores diferentes.

Entonces pensó en un sistema alternativo, compuesto de siete categorías: libros de consulta, celebridades (chefs y restaurantes), pan y repostería, métodos de cocción, dietas especiales y cocinas étnicas (con las correspondientes subcategorías en orden alfabético). Pero su sistema tampoco era perfecto: en muchos casos los libros podían corresponder a varias categorías al mismo tiempo.

Siempre se trata de ordenar el caos, y cuando alguien se propone eso todo orden es aproximativo. Por ejemplo, se puede distinguir entre “ciencia” y “naturaleza”, del mismo modo en que se puede distinguir entre “arte” y “diseño”, con las consiguientes subdivisiones en “arte”, que incluyen “pintura”, “escultura”, “fotografía”, etc. En mi propia experiencia como librero, esas decisiones se tomaban basadas en un criterio claro: las estanterías rara vez son consultadas por los clientes, sino por los libreros; los clientes piden, no buscan. De modo que cualquier sistema era válido siempre y cuando fuera compartido por todos. Los libros de filosofía de Klossowski, en la librería Gandhi, podían encontrarse en la sección “erótica”; los de Nabokov escritos en inglés se encontraban en “literatura rusa”, pero los de Conrad no aparecían en “literatura polaca”; los de Beckett, sin importar en qué lengua hubiesen sido escritos, iban en “literatura irlandesa”. ¿Dónde poner la Divina Comedia, en la D de Dante o en la A de Alighieri? ¿Y las novelas de Pavese? ¿Dónde van? ¿En narrativa o en poesía? ¿A quién se le ocurriría buscar un libro de Pavese en narrativa, aunque lo que buscase fuera un libro de narrativa? Con igual lógica las novelas de Sartre se encontraban en “filosofía”, pero sus obras de teatro estaban en “teatro”. Para esas tomas de decisiones tenían lugar reuniones donde se discutían y adoptaban criterios, tan bien justificados que la decisión final jamás era olvidada. Lo que se dice una filosofía propia.

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