Por Carlos Ares (*) |
Los arrepentidos confirmaban la veracidad de los datos publicados por
la prensa. Se detectaban y embargaban los bienes –inmuebles, tierras, autos, depósitos– a nombre de secretarios, familiares y testaferros. Todos veíamos todo. Todos sabíamos todo.
Qué se ocultaba, lavaba, fugaba, encubría con discursos y relatos. Quiénes eran los principales responsables, quién era el contador, quiénes los beneficiados,
quiénes fueron cómplices. Qué dirigentes políticos eran implacables en la crítica hasta que negociaron sus cargos. Quiénes se abrazaron y justificaron a un general acusado de la desaparición
de soldados. Quiénes eran los sindicalistas informantes de los servicios de inteligencia de la dictadura. Quiénes los que al amparo de la supuesta defensa de los trabajadores habían acumulado fortunas
comparables a la de los más ricos del país. Quiénes eran los punteros que mantenían cautivos de los planes sociales a millones de personas.
Todos sabíamos todo de los intereses en juego por la administración del dinero público. De la extorsión, las amenazas y las presiones de la Iglesia. Sabíamos
a quiénes financiaban y apoyaban. Quiénes eran los curas pedófilos protegidos. Los violadores trasladados a otras diócesis. Los nombres de los candidatos del Opus Dei. De los millonarios subsidios.
De las campañas para impedir que se legalizara el aborto sin importar la cantidad de mujeres muertas a diario en operaciones clandestinas. Todos sabíamos todo.
Los discursos ideológicos a izquierda y derecha se desenrollaban como papel higiénico para ocultar las deposiciones propias y justificar la violación de los derechos
humanos en Venezuela, en Cuba, en Brasil, en Estados Unidos, en el Conurbano, en los feudos provinciales.
Todos sabíamos que se manipulaba la realidad con la excusa de no hacerle el juego al supuesto enemigo. Las posiciones se extremaban hacia las versiones ultras más antidemocráticas.
Toda infamia, sospecha, conspiración, acusación, insulto, deshonra, canallada, difundida en foros y redes sociales era bienvenida si servía para denigrar a quien debía ser lapidado para que no se
escuchara su voz.
Todo era hoy, aquí, ahora. Los días transcurrían en tiempo presente. Con la cabeza gacha, mirando el piso, paso a paso, caminábamos por un estrecho desfiladero
temiendo recaer en el pasado rumbo a un brumoso e incierto futuro. “Siempre fue así”, decían los resignados. “Nunca como ahora”, advertían los especuladores con aire sombrío.
Los hombres y las mujeres más jóvenes, ajenos a los presagios, escuchaban música y consultaban el destino en sus pantallas.
La tecnología detonaba los límites de la experiencia, derribaba mitos, se atrevía con los dioses, los predicadores, los artistas, los gurúes. No dejaba dogmas,
doctrinas, teorías ni certezas en pie. Era posible consultar dudas de época, confrontar con la memoria instalada, decir lo que tanto tiempo se había callado, sentir, revisar, intentar, viajar, inventar,
flotar en el espacio, cruzar los océanos a nado, escalar montañas, atravesar la selva en liana, convivir en una cueva con caníbales, visitar el Louvre, tocar y cantar Imagine.
Los órganos agotados o enfermos del cuerpo se reemplazaban por otros diseñados, modelados e impresos a medida de cada necesidad. Podíamos todo, menos dejar de pensar.
De preguntarnos quiénes éramos en verdad. De saber por cuánto tiempo nos mentimos tanto. Podíamos reaccionar en consecuencia. Negar, echar culpas, odiar sin pausa, sin límites, abandonar
o tratar de cambiar. Sabíamos y podíamos todo.
(*) Periodista
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