Por Carmen Posadas |
Porque en estos tiempos lo importante no es divertirse, sino parecer que está uno divirtiéndose horrores. Y para eso hay que sobreactuar, gritar y desternillarse de risa hasta de lo más idiota. «… Ah, que acabas de llegar, jajajaja, qué cojonudo, de puta madre, jajajaja. ¿Pedimos una de jamón y dos de bravas para compartir? Joder,
joder, qué fucking caliente están, jajajaja, casi me abraso hasta el coño, jajajaja, pásame una birrita, ¿quieres?».
No crean que me he inventado este diálogo, es transcripción exacta del que oí (cómo no oírlo con lo que chillaban) hace un par de días.
Tengo observado, además, que intercalar lo que uno dice con un taco cada dos palabras también es una forma de divertirse muchísimo. Suelta uno «¡culo!»
y todo el mundo se troncha. Y cuantas más palabrotas enhebre uno, mejor, porque los tacos crean camaradería, afinidad, son la lengua franca del momento y, si uno no habla así, es un pringao. Todo esto, obviamente, cuando la gente puede en efecto hablar, porque la invasión del ruido, bulla y bochinche es tal que hay lugares y situaciones en las que es imposible
tener una conversación.
El caso más obvio son las discotecas, en las que desde hace lustros nadie se dirige la palabra a menos que quiera coger una faringitis desgañitándose para comunicar
cosas tan elementales como «hola, ¿cómo te llamas?» o «¿quieres un mojito?». Pero el don del habla corre peligro de extinción también en otros muchos lugares como cafeterías,
terrazas y restoranes. Se acabaron para siempre esos locales en los que al conjuro de la luz de las velas y un buen vino se podía tener una conversación y enamorar a alguien con la palabra. Ahora hasta los establecimientos
más íntimos, convencionales o caros tienen eso que llaman ‘música ambiental’, que no está compuesta de canciones reposadas, baladas suaves ni mucho menos música de Mozart o Haydn,
sino de una especie de bacalao frenético que repite hasta la náusea no ya una estrofa, sino un mismo y machacón compás que se le enquista a uno en lo profundo de las entendederas hasta quedar entre
sofronizado y turulato.
¿Y qué decir de la música de los supermercados o la de las tiendas de moda? El otro día me enteré de que en los primeros hacen que la presunta música
sea más frenética cuando hay mucho público para que la gente vaya más deprisa y llene antes los carritos de la compra, y más modulada cuando el público es escaso de modo que mire a
su alrededor y así se sienta tentado por el contenido de cada isleta, de cada góndola. Tengo entendido que este original baile de san Vito, además, va acompañado de una segunda y muy sutil inducción
que en este caso tiene que ver con otro de nuestros sentidos: el del olfato. Así, por ejemplo, la zona de panadería se ve inundada, y no precisamente de modo natural, de un delicioso olor a pan recién
horneado que, además de incitarnos a comprar de inmediato media docena de bollos y un par de cruasanes, envía a nuestras cándidas meninges el mensaje de que aquel es un establecimiento casero, familiar.
Pero de cómo nos manejan por la nariz hablaremos otro día; volvamos ahora al asunto del ruido. Si yo creyera en teorías conspirativas, pensaría que esta
universal invasión del ruido no es casual. Que alguna perversa institución de ricachones internacionales, o los masones, o los rusos, o los norcoreanos se han propuesto idiotizarnos con este método y licuarnos
la sesera. Pero como no creo en ellas, no me queda más remedio que maravillarme de esta especie de voluntaria involución de nuestra especie. En el principio era el verbo, dice la Biblia, pero todos sabemos que
no. Antes de la palabra fue el ruido, la confusión, el caos. Y por lo que se ve estamos volviendo a ellos. Qué miedo.
© XLSemanal
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