Por Carmen Posadas |
Este verano no me someteré a ninguna de las tiranías, rutinas y obligaciones en las que uno cae, precisamente, cuando se supone que está, ¡al fin!, liberado
de ellas.
Por eso, juro que no pienso levantarme a las cinco de la mañana para ir a conocer ningún arroyuelo/castillo/ermita/poza/puente, etcétera, perdidos en el pico de un monte. «¡Tienes
que verlos, son divinos! Los recomiendan todas las guías turísticas y esa luz única del amanecer…». Los amaneceres únicos también me traen al pairo. Prefiero los atardeceres,
que son igual de únicos y para disfrutarlos no es necesario poner el despertador a las cinco, que es otro de los noes con mayúsculas a los que pienso ser fiel este verano y todos los que me queden de vida.
Pero sigamos con la lista. Tampoco pienso hacer cola en ningún chiringuito de moda «¡Pero si tiene las mejores gambas de todo el Mediterráneo, y los mojitos
son un escándalo!». No, una vez más, no. Paso de colas, no solo en chiringuitos, sino también en museos «¿Y quedarte sin ver los Ufizzi? ¿Y el Louvre? ¿Y sin hacerte un selfie en el British Museum con el Discóbolo, de Mirón?». Pues tampoco. Primero porque ya he estado en los tres. Y segundo porque, aunque no hubiese estado, mi cultura no aumentaría ni un ápice, igual que les ocurre a los millones
de turistas que los visitan a diario y no ven nada de nada. ¿Cómo van a ver si cada vez que intentan detenerse delante de, pongamos, la Mona Lisa se los traga la furiosa riada humana que en ese mismo momento intenta inmortalizarse junto a la obra de Da Vinci? Inmortalizarse es un decir, porque raras veces se
disfrutan las miles de fotos que la gente se saca (vaya lata eso de imprimir y hacer un álbum) y, al mismo tiempo, el afán fotografil impide que uno vea lo que tienen delante. Y da igual que sea la Venus de Milo, Los girasoles, de Van Gogh, o uno de esos conejos de vinilo que vende Jeff Koons por ochenta millones de dólares. Porque la realidad ahora se vive solo a través del objetivo de un móvil.
Otra cosa que tampoco pienso hacer este verano es visitar ningún lugar de moda. Ni los obvios como Formentera o Marbella ni tampoco los ‘secretos’ y para iniciados
«¿como, que no conoces Comporta? ¡Pero si es el paraíso en la tierra, tan salvaje, tan fuera de este mundo!». No y mil veces no. Si me da por ir a Comporta, será con una rebequita y en el
mes de febrero, que es cuando realmente luce salvaje y fuera de este mundo. Vamos ahora con el capítulo deportes. Juro por Arturo que tampoco me someteré a ninguna de estas tiranías: el paddle board, un nuevo martirio que promete abdominales a lo Cristiano Ronaldo, pero que, a cambio, le obliga a uno a pasar varias horas de pie sobre una tabla de surf, al rayo del
sol a cuarenta grados y con la única compañía de un largo remo no muy diferente del que usan los gondoleros. Otros deportes que he tachado de mi lista son: el ciclismo (a menos que sea después de
las siete de la tarde); el juego de paleta en la playa (toc, tac, toc, tac, toc, venga a darle a la pelotita rodeada de un mundanal de gente), y, por supuesto, el puenting, el parachuting, el trampolining, el bird watching y todos esos deportes con nombre de gerundio en inglés.
Si quieren que les diga la verdad, el único que pienso practicar es el ombligo-watching, que aún no está tipificado como deporte, pero que a mí me encanta. Ese, y el caipiriña sipping, que también encuentro de lo más relajante. Con mesura claro, sobre todo el segundo, porque si
no llegará luego septiembre con su desagradable manía de hacerle sentir a una culpable por todo lo que ha hecho –o no ha hecho– durante las vacaciones.
Sin embargo, ese, como diría Scarlett O’Hara, que era una gran filósofa de la vida, ya lo pensaré mañana. O el 30 de agosto, para ser más
exactos. Feliz verano a todos.
© XLSemanal
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