Por Carmen Posadas |
Dick entonces decidió poner a trabajar a un grupo de expertos en lingüística que rápidamente dieron con la solución al problema. ‘Calentamiento global’
es un término a desterrar de inmediato. Implica que está produciéndose un efecto nocivo debido al mal uso de la energía y a la negligencia de los gobernantes. Démosle otro nombre al fenómeno.
Llamémosle ‘cambio climático’, que es más neutro y, en realidad, no significa nada de nada porque el clima cambia constantemente.
Estos mismos gurús de la palabra regalaron a Cheney y a Bush otro magnífico eufemismo a cuenta de la embarazosa guerra de Afganistán. A partir de ahora debía
hablarse de ella como ‘contingencia operacional de ultramar’. «Suena divinamente –argumentaron– y así la gente se olvidará a) de que es una guerra; b) de que es un fiasco».
Y funcionó, porque el mimetismo con el poder es tal que, al cabo de un par de semanas, los términos habían hecho fortuna y eran aceptados por todos. De la contingencia operacional de ultramar ya nadie
habla tras la retirada de tropas de Afganistán, pero ‘cambio climático’ es un concepto que todos manejamos a diario.
En realidad, todo en esta vida es cuestión de semántica. Las palabras existen para que podamos distinguir una cosa de otra. Las palabras moldean y modifican nuestro pensamiento.
El término ‘discriminación’, por ejemplo, hasta ahora siempre ha implicado injusticia. Si uno discrimina a alguien está cometiendo una arbitrariedad, un perjuicio. Pero, en cambio, si uno ‘discrimina
positivamente’, abracadabra, lo que hace es aplicar políticas encaminadas a favorecer a ciertos grupos minoritarios que a su vez han sufrido discriminación; sigue siendo una arbitrariedad, pero una políticamente
correcta. El uso de eufemismos es viejo como el mundo, pero, con los medios de comunicación de masas, su utilidad se ha multiplicado por mil. Los políticos son maestros en eufemismos. Ellos saben, por ejemplo,
que, a pesar de significar exactamente lo mismo, no es igual hablar de ‘gasto público’ que de ‘inversión’, como no es lo mismo hablar de ‘impuestos, tasas y gravámenes’
que hacerlo de la ‘redistribución de la riqueza’.
No hace mucho, el diario británico The Independent elaboró la lista de los diez eufemismos políticos más notables, y la palma se la llevaron estas palabras del emperador Hirohito: «La trayectoria de la guerra no ha evolucionado
necesariamente en beneficio del Japón», pronunciadas el 15 de agosto de 1945 con motivo de la rendición total de su país a los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Aquí, en suelo patrio,
también hemos tenido nuestros gloriosos y memorables eufemismos. Quién no recuerda, por ejemplo, a María Dolores de Cospedal viéndoselas moradas para explicar cómo había sido la «indemnización
en diferido» a Luis Bárcenas; o a Mariano Rajoy ilustrándonos sobre los «hilitos con aspecto de plastilina» que escapaban de los restos del Prestige. Algunos eufemismos como estos son tan chuscos e inverosímiles que caen por su propio peso y se vuelven en contra de quien los pronuncia.
Pero, aun a riesgo de que esto ocurra, los políticos, impasible el ademán, nos los siguen regalando y a ver si cuela. El último que hemos oído (y lo digo
corriendo el riesgo de que desde el momento en que escribo estas líneas hasta que lleguen a manos de ustedes se hayan producido media docena más) es el del ‘gobierno de cooperación’ que se
proponen formar Sánchez e Iglesias. ¿Qué es un ‘gobierno de cooperación’? ¿Será un gobierno de cohabitación? ¿De coalición? ¿De colisión, quizá?
Nadie lo sabe, porque he aquí las grandes ventajas de los eufemismos. Son tan polisémicos que pueden significar una cosa y su contraria, son como un gran cajón de sastre que permite cualquier interpretación, hasta la más inesperada. La más estúpida (o peligrosa) también.
© XLSemanal
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