Por Arturo Pérez-Reverte |
Es cierto que en determinados ambientes o espacios públicos el epíteto
queda estupendo, e incluso tiene una indudable utilidad táctica. Sirve para situarse sin necesidad de entrar en detalles intelectuales. No hay más preguntas, señoras y señores. Pero aun comprendiendo
eso, me chirría. No puedo evitarlo. Quizá porque nací en 1951 y conocí en mi juventud a muchos antifranquistas que lo eran de verdad; de los que pagaban un alto precio por serlo cuando proclamarse
como tal no era una etiqueta de buen rollito, un postureo fácil, sino que se pagaba con el miedo, la violencia y la cárcel.
He estado mirando biografías de conspicuos antifranquistas de ahora mismo y confieso mi estupor. Hay muchos más que en vida de Franco, lo que no deja de ser un fenómeno
interesante. Y teniendo en cuenta que el dictador murió en 1975 y su régimen duró sólo un poco más, me pregunto qué lucha concreta llevaron a cabo ciertos luchadores por la libertad
que entonces tenían cuatro o cinco añitos, estaban en la cuna o, lo que aún es más sorprendente, no habían nacido todavía. Cierto es que para ser o sentirse antifranquista no es imprescindible
haber sido coetáneo del dictador, del mismo modo que en el siglo XXI uno puede ser antinazi, antiestalinista, antibonapartista o antiimperalista romano. Pero una cosa es todo eso, muy legítimo, y otra hacer de
ello argumento político, mérito social y orgullosa proclamación ideológica, insultando la memoria y el sacrificio de quienes sí lo fueron de verdad. Suplantándolos por la cara. Porque
no sólo se da el caso de numerosos antifranquistas, cada vez más jóvenes, que no vivieron nunca el franquismo, sino también el de quienes sí lo vivieron, ya con edad de echarse a la calle
y romperse la cara con los grises, pero pasaron todos aquellos años punto en boca y sin hacer ruido. Y sin embargo, en sus biografías de las redes sociales e incluso en la solapa de sus libros se afirman hoy,
como en algún caso concreto que no personalizo por no reírme, ferviente opositor a la dictadura de Franco.
Ya que estamos en ello, y para dejar las cosas claras, diré que nunca fui luchador antifranquista. Mi idea del mundo estaba fuera de España, salí muy pronto
de aquí, y hacia eso me orientaba en mi juventud: libros, viajes, aventuras. Mi único contacto con la lucha antifranquista fue pura chiripa, cuando en 1971, estando en primer curso de Políticas en Madrid,
participé en una manifestación violenta porque una chica gallega que me gustaba mucho era militante radical, antifranquista de verdad, y fui con ella a tirar piedras, y me trincaron los grises en el paseo del
Prado con un pañuelo tapándome la cara por los gases lacrimógenos, y sólo me comí once horas de Dirección General de Seguridad, un interrogatorio en el que me llamaron rojo hijo de
puta y una multa de 5.000 pesetas, que entonces era una pasta enorme y pagó un tío mío, pues se lo oculté a mis padres. También esa chica que tanto me gustaba hizo una colecta solidaria en
clase con el pretexto de pagarme la multa, pero en su caso nunca vi un céntimo del dinero, que supongo destinó a comprar gasolina para cócteles molotov. Así que lo doy por bien empleado. Sobre todo
porque ella era guapísima y cuarenta y ocho años después lo sigue siendo, además de inteligente periodista y columnista ácida y certera.
Hay una expresión clásica que ahora se usa poco, pero que tiene una importante raíz histórica: lanzada a moro muerto. Proviene de la España medieval y se refiere a los cobardes o aprovechados que, sin haber estado en lo duro del combate, se acercaban a un enemigo muerto
o herido para manchar de sangre las armas, a fin de alardear luego de valientes y figurar incluso más que quienes habían peleado en serio. Y eso ocurre de nuevo, como ocurrió siempre, esta vez con antifranquistas
sobrevenidos, demagogos que cacarean por encima de quienes lo fueron de verdad. Son ellos los que pretenden contarnos a quienes lo vimos con nuestros ojos qué es el franquismo y qué el antifranquismo: oportunistas
de ambos sexos que con lanzadas a moro muerto montan su negocio y se hacen, sonrientes y satisfechos, el anhelado selfi. Aunque tampoco hay que extrañarse demasiado. La poca vergüenza es tan vieja como la vida.
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