Por Arturo Pérez-Reverte |
A cuento de eso, nada más adecuado para estos superficiales tiempos de selfi y a otra cosa, mariposa, que lo que en Clase de latín escribió Zbigniew Herbert: «Tal vez algún día lleguéis a Roma con el séquito de un procónsul. De modo que
deberéis conocer los principales edificios de la Ciudad Eterna. No quiero que deambuléis por la capital de los césares como si fuerais unos bárbaros sin cultura».
Pienso en eso sentado en el último banco a la derecha de la galería exterior de la Posada de Dickens, la Dickens Inn del muelle de St. Katherine de Londres, mirando
desde ese caserón del siglo XVIII los barcos amarrados en el puertecito de abajo. Tengo una cerveza en la mano, el sombrero a un lado, las suelas de los zapatos cómodamente apoyadas en la barandilla, y acabo
de dar un largo paseo a lo largo del Támesis, entre el puente de Waterloo y el de la Torre, que puede verse a lo lejos entre los edificios modernos y los antiguos que sobrevivieron a los bombardeos alemanes. Hace un
rato anduve junto al crucero Belfast, que combatió con el Tirpitz y participó en el hundimiento del Scharnhorst, y junto a la réplica del Golden Hind de Drake, entre los viejos almacenes portuarios hoy rehabilitados y destinados a otras cosas.
Y durante todo el camino, como ahora en la Posada de Dickens, los libros leídos en los últimos sesenta años vinieron en mi auxilio para dar sentido a lo que miraba. Borrando con la imaginación cuanto
allí sobraba –que era mucho– y proyectando con nitidez perfecta lo que realmente contuvo, o contiene, este paisaje.
Joseph Conrad, sobre todo. Paseando por los lugares donde estuvo el puerto me he detenido varias veces a contemplar la marea baja, pensando inevitablemente en la Nellie, la yola de recreo «que borneó sobre su ancla sin un flameo de las velas y dejó de moverse». Conrad es el único escritor del que tengo
una fotografía en mi biblioteca de trabajo; el que no me abandona y envejece conmigo. El marino que me enseñó, desde muy pronto, que vivimos como soñamos, solos. El que escribió: «Recuerdo
mi juventud y la sensación, que nunca volverá, de que podría durar para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres», y también: «Toda pasión se ha perdido ahora.
El mundo es mediocre, débil, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza. Por eso la fuerza es un crimen a los ojos de los necios, los débiles y los tontos».
Es por esto y por algunas cosas más que, sentado en la galería superior de la Posada de Dickens, en este anochecer tranquilo de los muelles de Londres, mientras se
extingue la luz entre los palos de los barcos amarrados y una madre pata y sus patitos nadan en fila por el agua tranquila donde se refleja el crepúsculo, no tengo necesidad de volverme a mi derecha porque sé
perfectamente que ahí, al extremo del banco, también con una cerveza en la mano, se oscurece con el resto del día la silueta inmóvil del capitán Marlow, que en ese momento murmura: «Cada
barco se parece a los demás y el mar no cambia nunca». Al escucharlo asiento en silencio porque estoy de acuerdo, y los dos bebemos un poco de cerveza antes de que Marlow, convertido ya casi en una sombra inmóvil,
emita un leve gruñido y luego añada como para sí mismo: «Conoció la mágica monotonía de la existencia entre cielo y mar». Supongo que se refiere a Jim, Lingard, Mac Whirr
o cualquiera de ésos; a uno de los nuestros. De manera que, como nada tengo que hacer hasta el cambio de marea, me acomodo con mi cerveza, dispuesto a escuchar la que sin duda será otra de esas historias a veces
inconclusas que a Marlow le gusta contar. Pero permanece callado mientras la noche se adueña de todo, incluso de él mismo, y empiezan a encenderse luces lejanas a lo largo de la orilla. Hasta que, de pronto,
la voz de mi vecino de banco surge de la oscuridad: «Creías que era una aventura, ¿verdad?… Pero sólo era la vida», dice muy despacio. Y pienso que nunca escuché una verdad como
ésa.
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