Un texto de José Ingenieros
Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño,
todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos
renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo.
Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los
demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se
achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus virtudes y a practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío
les vale una desconfianza. Amoldan su corazón a los prejuicios y su inteligencia a las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la vida.
La mediocridad teme al digno y adora al lacayo. Gil Blas le encanta; simboliza al hombre práctico que de toda situación saca partido y en toda villanía tiene provecho.
Persigue a Stockmann, el enemigo del pueblo, con todo afán como pone en admirar a Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le encumbra favorito en las cortes. Es un hombre
de corcho: flota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fe-mentido, ingrato, hipócrita, traidor, político; tan varios encenagamientos no le impiden ascender y otorgar sonrisas
desde su comedero. Es perfecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico.
Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.
El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en
los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente Discurso sobre la servidumbre voluntaria, escrito por La Boetie en su adolescencia y cubierto de gloria por el admirativo elogio de Montaigne. Desde él miles de páginas fustigan la subordinación a los dogmatismos sociales, al acatamiento
incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias. la disciplina ciega a la imposición colectiva, el homenaje decidido a todo lo que representa el orden vigente, la sumisión
sistemática a la voluntad de los poderosos: todo lo que refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el servilismo.
Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene; su "luz" los guía. Las sombras, en cambio, degeneran.
Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente.
En la dicha y en la adversidad, amando y depreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un modo peculiar decomportarse, que es su síntesis: su carácter. Las sombras no tienen esa unidad
de conducta que permite prever el gesto en todas las ocasiones.
Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y manan de él todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los moralistas
no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores y éstos describen como naturalistas. El carácter es una síntesis: hay que insistir en ello. Es un exponente de toda
la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parecería depender exclusivamente de condiciones intelectuales;
vano error, pues su conducta es el trasunto de cien otros factores. Pensar es vivir. Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la voluntad, haciendo converger a su objeto los más
vehementes anhelos de perfección. El investigador de una verdad se sobrepone a la sociedad en que vive: trabaja para ésta y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad
social, adaptada para las funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con los demás conserva libres el corazón y el
cerebro mediante algo propio que nunca sedesorienta: el que posee un carácter no se domestica.
Gil Blas medra entre los hombres desde que la humanidad existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los ro-mánticos, envueltos en sublime desdén,
han enfestado contra los temperamentos serviles: Musset, por boca de Lorenzaccio, estruja con palabras ilevantables la cobardía de los pueblos avenidos a la servidumbre. Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más
hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente fustigado, tiene ya directores
elocuentísimos, que exhiben las solidarias complicaciones con que los medrosos resisten las iniciativas de las audaces, agrupándose en modos diversos según sus intereses de clase, jerarquía o funciones.
Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron caracteres serviles.
Vencido el hombre, no lo mataban: lo hacían trabajar en provecho propio. Sujeto al yugo. tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase bajo coyundas que grababan
en su carácter la domesticidad. Algunos -dice la historia- fueron rebeldes o alcanzaron dignidades: su rebeldía fue siempre un gesto de animal hambriento y su éxito fue el precio de complicidades en vicios
de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, tornáronse despóticos, desprovistos de ideales que les detu-vieran ante la infamia, como si quisieran con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente.
Gil Blas fue el más bajo de los favoritos.
El tiempo y el ejercicio adaptan a la vida servil - El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para
siempre todo rasgo individual. El quitamotas - Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacayo y da rienda suelta a bajos instintos.
La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica.
El que nace de siervos la trae en la sangre, según Aristóteles. Hereda hábitos serviles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las vidas
iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad.
Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de los siervos, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas o en las batallas; suponían
que heredaban la domesticidad de sus padres, intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran desprecia-dos por sus amos.
Esto se repite en cuantos países tuvieron una raza esclava inferior.
Es legítimo. Con humillante desprecio suele mirarse a los mulatos, descendientes de antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclavitud; su afán
por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es natural. Así como el antiguo esclavo tornábase vanidoso e insolente si trepaba a cualquier
posición donde pudiera mandar, los mulatos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores con que hartan sus apetitos acumulados en domesticidades seculares.
La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan domésticos como los esclavos; la revolución francesa dio libertad política a sus
descendientes, mas no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués enriquecido merece el desprecio del aristócrata más que el odio del proletario, que es un aspirante a la
burguesía; no hay peor jefe que el antiguo asistente ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son lógicas al desdeñar a los advenedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos
y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas.
Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia étnica o social, son bien vistas en las mediocracias contemporáneas, que nivelan políticamente
al servil y al digno. Ha variado el nombre pero la cosa subsiste: la domesticidad es corriente en las sociedades modernas.
Lleva muchas décadas la abolición legal de la esclavitud o la servidumbre; los países no se creerían civilizados si las conservaran en su códigos.
Eso no tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo; por temperamento o por falta de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como van a la querencia los animales extraviados.
Su psicología gregaria no se transmutó, decla-rando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la fraternidad son ficciones que los halagan, sin redimirlos. Hay inclinaciones que sobreviven a todas las
leyes igualitarias y hacen amar el yugo o el látigo. Las leyes no pueden dar hombría a la sombra, carácter al amorfo, dignidad al envilecido, iniciativa a los imitadores, virtud al honesto, intrepidez
al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia, los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican.
En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no dice nada sobre
su mañana; obran a merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone a flote sus atavismos
de salvaje y de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elevarse a la honesta condición
de animales de rebaño.
A otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presas
de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores
inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse a las convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar a la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos.
El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña a odiarlo, imponiéndole precozmente, como
una ignominia desagradable o un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre o por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo: sólo podrá amarlo
cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja
actividad moderna las voluntades claudicantes son toleradas; sus incongruencias quedan ocultas mientras los actos se refieren a vulgares automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga a buscar
una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios intrínsecos.
Esos degenerados son indomesticables.
Los otros, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa.
Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana pronunciar otras a voz en cuello.
En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan
en lo turbio, se justifican recíprocamente. Una atmósfera tibia entorpece al que cede por primera vez a la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito. Los
mediocres no saben evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar las desviaciones leves, sin advertir que ellas
preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja rastro, en los blandos
aran un surco por donde se facilita la recidiva. Ésa es la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como a Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después
siguen cayendo como el agua en las cascadas, a saltitos, de pequeñez en pequeñez, de flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden a la necesidad de ocultarla
con otras ante las cuales ya no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan a ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan
cómplices diestros para avanzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marchan de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan. Así resbalan por la pendiente, aumentando
la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos a su imagen y semejanza.
Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino. Cuando han cedido a la tentación quedan cebados, como las fieras
que conocen el sabor de la sangre humana.
Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales
y sociales. Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso a los ungidos y con el arma afilada para agredir al rebelde que anuncia una herejía. El panurguismo y la intolerancia son los colores
de su escarapela, cuyo respeto exige de todos.
Es incalculable la infinidad de gentes domésticas que nos rodea.
Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso a sus caprichos, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más
enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realízase
de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de funcionarismo. Los pobres de carácter
no resisten; ceden a esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo a la prebenda que estremece su estómago o nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que
hoy le otorgan el favor y mañana le manejarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen a ella voluntariamente, por vocación implícita
en su flaqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varía con el rango y se
traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan.
Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre
silenciosa es preferida a la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana
se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar a un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud parece
un ultraje a las costumbres.
Las sombras viven con el anhelo de castrar a los caracteres firmes y decapitar a los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles o tener cerebro. La falta de virilidades
es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta a ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense
en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar recelos, el envilecimiento colectivo es grave; cuando la dignidad parece
absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO IV/II – LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES)
Selección y transcripción: Agensur.info
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