Por Luis Alberto Romero |
Le asignaron el tema de la opinión de la gente común bajo el nazismo y las formas de "resistencia",
una categoría que Kershaw reformuló, en términos menos heroicos, como "disenso". Sobre ese tema publicó en 1983 un libro, el único con estricto formato de monografía académica.
Por entonces, era testigo de la "querella de los historiadores" alemanes sobre el período nazi, que trascendió las universidades y se instaló en el debate
público cuando una nueva generación de alemanes descubrió algún nazi militante en su familia y comenzaron las polémicas sobre las responsabilidades personales en el pasado reciente. La intensidad
de ese debate, y la militancia de sus colegas, sorprendió a Kershaw, acostumbrado al sobrio estilo de los scholars británicos.
Hubo quienes, plenos de corrección política, condenaban y demonizaban al nazismo, el "mal absoluto", the Evil. Otros -los más conservadores- trataban de
lavarle la cara al pasado mediante el recurso de mostrarlo como un caso más, aunque extremo, de una época donde hubo cosas parecidas. Otros, finalmente, como su maestro Broszat, distinguían su juicio moral,
severo, del trabajo del historiador que -como decía Bloch- debe comprender, antes que juzgar.
Separar estas cosas en relación con el nazismo era algo muy difícil en la Alemania Federal de 1980, y lo sigue siendo en buena medida. Kershaw, un liberal progresista,
se alineó con Broszat, un socialista, y otros que repudiaban a los "justificadores", como Ernst Nolte, pero a la vez no renunciaban a su tarea de historiadores. En La dictadura nazi (1985), Kershaw sistematizó
los problemas y perspectivas en discusión, formulados como antítesis, y propuso posturas superadoras. Ya lo había hecho en su primer libro, sobre el mito de Hitler, publicado en alemán en 1980.
Allí desplazó la pregunta sobre el carácter demoníaco de Hitler hacia otra sobre la construcción de su imagen por la propaganda partidista y, sobre todo, por la proyección en su figura
de las fobias y anhelos sociales.
Por ese camino, Kershaw se sumó a quienes, sin prescindir de un juicio moral contundente, trataron de normalizar la historia del nazismo, reemplazando los blancos y negros por
una paleta de grises y, sobre todo, buscando una explicación racional y compleja para la dimensión irracional, tan fuerte en el nazismo.
En su libro de 1983 había matizado el supuesto antisemitismo exterminador de la sociedad alemana. El camino de Auschwitz -escribió- se construyó con el odio ancestral
a los judíos pero se pavimentó con la indiferencia de la gente común hacia lo que los nazis hacían.
Otros aportes originales aparecieron en su biografía de Hitler en dos gruesos tomos - Hubris (1998) y Némesis (2000)- rematada con un epílogo sobre las últimos días del nazismo.
En ella eludió tanto el determinismo socioeconómico como el psicologismo y resaltó la dimensión política del fenómeno nazi, la "primacía de la política". De
su vida personal dice lo indispensable, pero analiza en detalle el contexto, y sobre todo la forma de tomar decisiones, tan importante para la cuestión discutida de las responsabilidades.
Hitler aparece como un líder extraviado pero a la vez poco preocupado por la instrumentación de sus consignas generales. En torno suyo, un conjunto de dirigentes nazis,
instalados cada uno en un fragmento del Estado y compitiendo ferozmente entre sí, se consagraron a "trabajar en la dirección del Führer" (la frase tiene la marca de origen de Kershaw), instrumentando
al extremo las consignas, y creando la infernal dinámica de radicalización que singularizó al nazismo entre otros totalitarismos. Tras ellos había una burocracia estatal, surgida en tiempos del
Imperio, entrenada para cumplir eficientemente las órdenes recibidas, pero no para cuestionarlas.
Con estas ideas, Kershaw escribió sus libros con claridad sobria y poco adjetivada, logró ligar la investigación académica con el universo de lectores diseminados
en el mundo, preocupados por las cuestiones morales pero también ávidos de conocer la intimidad de un régimen tan singular como impactante.
Desde hace unos años, Kershaw reorientó su interés hacia la historia contemporánea de Europa. Ya conocemos el primer volumen, excelente, referido a un primer
período ya transitado por los historiadores. El segundo tomo, que va de 1950 a 2017 tiene pocos precedentes, salvo la gran obra de Tony Judt, de modo que el desafío es mayor. Lo esperamos con ansiedad.
© La Nación
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