Por Carmen Posadas |
En 1992, Detao Du, un joven estudiante chino, ayudante del profesor Mourou, estaba alineando
los láseres en una máquina del laboratorio cuando la potente luz le hirió un ojo. Al llevarlo a urgencias, el médico preguntó al profesor que había acompañado a Detao al hospital qué clase de láser
era aquel, porque nunca había visto una herida tan perfecta y focalizada.
Veintitantos años más tarde, y gracias a este comentario que dejó cavilando a Mourou, la técnica de amplificación
de pulso gorjeado es una herramienta común en oftalmología y se usa para corregir la miopía, la hipermetropía y el astigmatismo. El Premio Nobel de Física de 2018 no es el único beneficiario
de los errores afortunados.
Se cuentan por decenas los descubrimientos debidos a una chapuza, una negligencia o una colosal metedura de pata. El ejemplo más conocido tal vez sea
el descubrimiento de la penicilina. Fleming no buscaba beneficiar a la humanidad ni cambiar el curso de la historia cuando descuidó las muestras de laboratorio que tenía a su cargo y una cepa de estafilococos
que estaba estudiando se llenó de moho. A punto estuvo de tirarla a la basura, pero sintió curiosidad por ver qué pasaba allí y, bajo el microscopio, descubrió que aquel hongo acababa de
aniquilar todas las bacterias de la muestra, algo que hasta ese día ninguna otra sustancia había logrado hacer.
Otro error muy rentable fue el que tiene como protagonistas al viagra y a la farmacéutica Pfizer. Sus investigadores estaban probando un fármaco
con el que combatir la angina de pecho. Con sorpresa (y pudor) los voluntarios que se prestaron a la prueba les confesaron que experimentaban fastuosas erecciones después de consumir el producto. Fue así que
los investigadores comprobaron que sus virtudes vasodilatadoras podían solucionar el viejo problema de la disfunción eréctil. Otros errores afortunados han llevado a inventar el horno microondas (su descubridor
se hallaba investigando las emisiones de microondas para desarrollar un potente radar cuando descubrió que las ondas derritieron la barra de chocolate que llevaba muy escondida en un bolsillo, puesto que estaba prohibido
llevar comida al laboratorio).
O los post-it. (A Spencer Silver le encargaron fabricar un pegamento extra fuerte, pero le salió uno extradébil. Como era ahorrativo, decidió usarlo para marcar con pequeños papeles engomados las
páginas del cancionero de la iglesia y así descubrió que su fracasado pegamento permitía señalar las páginas y luego retirar los papelitos sin dejar restos de adhesivo en el cancionero).
Pero no solo la ciencia o la industria se han beneficiado de errores, chapuzas y equivocaciones, también la literatura se ha enriquecido gracias a ellos. Charles Perrault, recopilador de cuentos tan archifamosos como Pulgarcito, Barba Azul o Caperucita, cometió un error muy afortunado al recoger la historia de la Cenicienta. En el cuento original, el famoso zapatito no era de
cristal, sino de piel de ardilla, algo bastante menos sexy. La palabra francesa vair, que sirve para designar este tipo de piel, se parece mucho a verre, ‘cristal’, y así este error creativo y afortunado añadió un punto de fantasía muy interesante a la historia. Errar es humano y a todos
nos ocurre varias veces al día. Lo importante es saber sacarle partido a nuestras equivocaciones. ¿Cómo? Recordando que un error puede ser una puerta abierta hacia algo que no habíamos previsto. Solo es cuestión de tener los ojos bien abiertos y, como el inventor del horno microondas, preguntarse: ¿por qué demonios se me ha derretido la barrita que llevo escondida en el bolsillo? ¿No será esta mancha de chocolate (y la
subsecuente reprimenda que, sin duda, me caerá por traer comida al laboratorio) lo mejor que me ha pasado en la vida?
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