Por Fernando Savater |
Pero acabó el régimen (aunque hoy algunos no lo crean y lo zarandeen para darle grande y cómoda lanzada) y me temo que seguí bastante desafecto, no a la incipiente
democracia aunque sí a los usos que le dan mis conciudadanos. La desafección se alivió algo allá por 1978, volvió a agudizarse pronto —ETA y Tejero mediante— para irse después
haciendo crónica. Sobre todo desafecto a los míos, porque afecto a los otros nunca fui, hasta no saber ya si soy “de los nuestros”.
Pero una desafección sin pavoneo ni autoindulgencia, la desafección de alguien en busca desesperada de afectos razonables a quien las circunstancias han convertido, como
al Ricardo III chespiriano, en “enemigo de sí mismo”.
Escapan a mi desafecto varias personas, cada vez menos, algunas sin sospechar siquiera el favor que me hacen existiendo. Y ciertas instituciones venerables de las que me burlé
cuando era como los tontos que hoy me desesperan.
También los niños más pequeños, inquietos y parlanchines, por quienes daría la poca vida que tengo para rescatarles de familias y pedagogos. Y todos/todas
quienes evitan el resentimiento de esas identidades que fundan farsantes y rentabilizan tribunos de la plebe. Por encima de todo guardo imborrable afecto a lo que falta, a lo que aún no llega o ya no vuelve.
© El País (España)
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