lunes, 15 de julio de 2019

Deberíamos volver a leer en voz alta

Por Guillermo Piro
Es muy conocida la anécdota narrada por San Agustín en sus Confesiones, cuando describe con qué sorpresa en aquella época (estamos a fines del siglo IV) fue recibida la lectura silenciosa de San Ambrosio, obispo de Milán. “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas”. Muchos siglos después, la sorpresa está invertida: resulta extraño ver (y oír) a alguien leyendo en voz alta, recorriendo las páginas y moviendo la lengua.

En lo personal, la lectura en voz alta está ligada a un mecanismo de comprensión que no consigo dilucidar, tal que cuando una frase en cualquier idioma no me resulta comprensible, basta que la lea en voz alta para que súbitamente se ilumine: los signos de puntuación van a su lugar justo, las palabras dicen lo que deben y la frase cobra vida.

Leer es una actividad antinatural, onerosa desde el punto de vista tanto físico (no estamos diseñados para permanecer mucho tiempo focalizando una página o una pantalla) como mental. Decodificar una línea de texto involucra a varias áreas cerebrales en complicados reconocimientos de signos, conversiones de esos signos en sonidos, recuerdos de las palabras a los que corresponden esos sonidos, interpretación del conjunto.

A pesar del objetivo esfuerzo que implica leer, muchas personas, incluido quien escribe, no entienden cómo se puede, de manera voluntaria, renunciar al placer y a la aventura de leer, y siguen firmemente (diría religiosamente) convencidas de que la lectura es una actividad indispensable y muy gratificante. Pero hay muchas personas que no opinan así. Hay gente que apenas consigue leer un libro al año.

Entre los que no son lectores se cuentan las personas escolarizadas, es decir, aquellas que técnicamente “saben” leer pero que nunca experimentaron (o que lo experimentaron una vez y luego lo olvidaron) el placer de leer. El hecho es que creo que el placer de la lectura comienza solo cuando termina no el esfuerzo de leer, sino la percepción de dicho esfuerzo. Resumiendo: el placer nace cuando el complejo mecanismo de la lectura se vuelve tan automático y fluido que nos parece natural, aunque no lo sea. Pero esto solo sucede cuando leemos mucho.

Decía antes que el amor por la lectura es una pasión que llega a adquirir visos religiosos. Y los adeptos creen que esa pasión puede transmitirse de manera, justamente, religiosa: es algo que debe hacerse porque a mí me hace bien y entonces debería hacerle bien a todo el mundo. Pero si se quiere obtener algún resultado se debería pensar y proponer la cosa de un modo, digamos, más laico y pragmático.

Decirle a un adulto no lector que debería leer porque leer es bueno es una paradoja: sus recuerdos de lectura escolar dicen otra cosa. La solución consistiría en lograr anteponer el placer de la lectura al esfuerzo de leer. Bien, un modo de hacerlo es, justamente, con la subestimada lectura en voz alta.

Sobran experiencias. En los 90 frecuentaba mucho los recitales de poesía. Eran lecturas que se hacían en absoluto silencio, en algunos casos con un auditorio capturado, en éxtasis. Recuerdo una lectura de Fogwill en La Giralda: los tonos, las pausas, los acentos, los colores de su voz les daban a sus propios poemas no solo comprensibilidad, indicando lo que “querían decir”, sino también cierto atractivo, cierta verdad, vigor, pasión y encanto. Nunca escuché leer con mayor entusiasmo. Si hoy releo los poemas de Fogwill, a treinta años de distancia, sigo oyendo su voz.

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