Por Sergio Sinay (*)
El poder solo existe cuando se lo tiene. No hay posibilidad de almacenarlo, de conservarlo para después, para una ocasión propicia. Parece obvio pero, contra lo que la
palabra significa (del latín obvius, que sale al encuentro, que está frente a nosotros), lo obvio suele ser lo que dejamos de ver. Y hay quienes pretenden acumular poder hoy a cuenta del futuro.
Sin embargo,
advierte la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) en La condición humana: “El poder solo es realidad en donde la palabra y el acto no se han separado”. Esto es, agrega, cuando las palabras descubren
realidades en lugar de ocultarlas y cuando los actos crean nuevas realidades. No hay riqueza material que pueda compensar la pérdida y el alejamiento del poder real, dice Arendt.
En tiempos electorales, el deseo de poder es un síntoma extendido. Cada uno a su manera, los candidatos o precandidatos van por él convencidos de que lo seducirán
y capturarán. La pregunta que ninguno responde (o no lo hace de manera sólida y convincente) es la que inquiere acerca del objetivo de esa búsqueda. Como bien apunta el filósofo español José
Antonio Marina en La pasión del poder, existe el poder “de” y el poder “sobre”. El poder “de” (o poder “para”) es aquel que, una vez alcanzado, se convierte en medio para
la concreción de un proyecto, de una transformación, de una visión. En cambio el poder “sobre” otros imponiendo el propio deseo y el propio interés es un fin en sí mismo. Mientras
el poder “de” expande la visión y la energía de quien lo tiene para convocar y aunar a otros en procura de una acción conjunta que contribuirá al bien común o al bien de muchos
(imaginemos el poder de Gandhi, el de Mandela, el de la Madre Teresa, el de Churchill) y lo hará sin violentar ni destruir, el poder “sobre” cambia la impronta de ese impulso afirmativo. Lo convierte, señala
Marina, en algo que ya no es la expansión de la propia energía sino puro y simple afán de dominio.
La obsesión por mantener el poder a cargo de un individuo genera las condiciones para el autoritarismo. Fuerza más carencia de poder es igual a tiranía, explica
la pensadora. El poder real es producto del acuerdo permanente y digno de confianza de muchas voluntades. Sin este acuerdo, se imponen la voluntad y el deseo de una sola persona, reina la omnipotencia. Y ya sentenciaba el
piamontés Camillo Benso (1810-1861), conde de Cavour y protagonista central de la unificación italiana: “Con un poder absoluto, hasta a un burro le resulta fácil gobernar”. Que sea fácil
no significa, sin embargo, que sus resultados sean ponderables.
Así las cosas, mientras se mantiene y acentúa el forcejeo por la conquista del poder, ningún candidato o pretendiente ha sido claro frente a la sociedad respecto
de “para” qué aspira a ese poder. Eso que se llama programa, bases, visiones, eso que los estadistas saben formular, proponer y ejecutar, eso tan ajeno al entendimiento y a la voluntad de quienes persiguen
el poder como fin. Frente a esta situación, la sociedad en su conjunto tiene una responsabilidad, más allá de las diferencias naturales que toda dinámica social contiene y que en nuestro país
se transforman con la misma naturalidad en grietas insalvables. Por acción o por omisión, depositará el poder (al menos el formal) en manos de alguien. Sea quien fuere, debe exigirle que antes fundamente
la aspiración al poder y que demuestre los avales que lo habilitan a ejercerlo no “sobre” sino “para”. Todo esto ha sido pospuesto hasta aquí y reemplazado por una tozuda lucha de egos.
Decía Bertrand Russell que las dos principales pasiones humanas son el afán de poder y el afán de gloria. Pero uno no conduce necesariamente a la otra. Y como recordaba Michel de Montagne, gran humanista
del Renacimiento, “por muy alto que sea el trono, siempre está usted sentado sobre el culo”.
(*) Periodista y escritor
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