Por Jorge Fernández Díaz |
Dicho en términos pedestres, aquí la fractura ya no la manejan ni la potencian el teórico Laclau ni el
táctico Durán Barba; ni siquiera Cristina o Macri , que marchan a un exclusivo y peligroso duelo al sol. Haidt es un psicólogo social norteamericano y está considerado uno de los más influyentes intelectuales del
mundo. Eso no implica, por supuesto, que no tenga una mirada superficial sobre el país bananero donde alguna vez, y para siempre, nombraron "jefa espiritual de la Nación" a Eva Duarte, y donde ahora
proponen beatificarla; inefable dama mítica que otro pensador (esta vez italiano), Loris Zanatta, vincula no solo con la más acabada encarnación del culto a la pobreza, el patrimonialismo, la falta de
institucionalización y la apropiación indebida del Estado, sino también con la conversión de la política en religión y, por lo tanto, en una división drástica entre el
bien y el mal. El populismo cainista y cizañero puede ser una novedad en Estados Unidos y en esta Europa amnésica, pero es tan viejo como Apold. Hubo aquí una acción deliberada, vuelta cultura permanente,
para reforzar el antagonismo, y eso fue ejecutado varias veces por el Estado justicialista y respondido, en algunas ocasiones, por sus enemigos más nefastos, que le hicieron el juego con violencia, cárcel, proscripción
e idiotez. Cuando los ecos de esas tirrias se apagaban, el kirchnerismo las volvió a reactivar para institucionalizarlas; el dominó virtual que describe Haidt hizo el resto. Llovido sobre mojado. Solo Dios sabe
cómo podremos desandar esa senda hacia el precipicio.
Aunque Jonathan Haidt desconoce las veinte verdades peronistas, resulta interesante examinar sus descubrimientos académicos. Para escudriñar por dentro el mecanismo binario
y feroz, el autor de La mente de los justos parte de una pregunta muy simple: "¿Por qué buenas personas están divididas por razones políticas?".
La respuesta lo obliga a una vasta investigación y lo conduce a la palabra "identidad", que es un concepto de época y que viene a sustituir las palabras "fe" e "ideología".
Hay una búsqueda de principios y miradas que compartimos, y un modo de encontrarnos unos a otros rápidamente en internet. Que a la vez se ha abierto de manera espectacular y masiva a la opinión automática,
pero también a la refutación sulfurada: este tiroteo pasional y continuo genera espirales de agresión y solidaridad, enroques firmes y agrupamientos identitarios: nosotros y ellos. Ese es el principio
de la tribu, que los humanos llevamos tallado en nuestros genes, pero que se ha activado por la ultratecnología. En consecuencia, "somos muy propensos al tribalismo y a creer cualquier cosa que nos haga a nosotros
héroes y a los otros malvados; las redes han permitido a la gente que crea cualquier asunto horrible sobre el adversario", afirma el autor. El aborrecimiento y el temor de cada club, y su narcisismo, redoblan las
energías y la tozudez, y la violencia verbal y las promesas de revancha. Esto sucede porque "están en juego el prestigio y el poder de sus equipos, y porque todos intentamos justificar como sea nuestras
decisiones irracionales". Haidt coincide aquí con los neurocientíficos: primero resolvemos con el instinto y luego creamos coartadas inteligentes para respaldarlo. Hume lo traducía así: "La
razón es esclava de la pasión y no tiene otra función que servir y obedecerla". Se trata, entonces, de fanatismo deportivo, y el deporte no consiste en buscar la verdad, sino en ganar la discusión.
Cualquiera que sea. Haidt añade que experimentamos "la pura reafirmación de nuestros prejuicios. Auténticos guetos morales en los que la verdad es estrictamente irrelevante. Las creencias más
exóticas se propagan como el fuego, y cualquiera que las cuestione es sometido a un linchamiento, como mínimo, virtual. Así, el procedimiento que nos convierte en seres racionales se está sustituyendo
por el grito de la tribu". El psicólogo social recomienda, justo aquí, lo más inquietante de todo: si quieres saber qué van a votar los ciudadanos, no preguntes por sus anhelos o aspiraciones;
averigua qué odian.
En Occidente el rencor cohesiona y forma clanes y grupos, y estos hacen tambalear la democracia liberal, que es un invento civilizatorio relativamente moderno: el antídoto que
encontró la humanidad para no caer en guerras ni desgarrarse en conflictos internos múltiples. Haidt se considera un defensor de esa forma imperfecta pero única y, sobre todo, "un centrista político",
lugar desde el que es posible asimilar ideas de los bandos en pugna. El problema argentino, sin embargo, lo supera. Aquí la política ha sido tradicionalmente tribal, manejada por caciques y consagrada a las dicotomías.
El peronismo fue creado a imagen y semejanza del "socialismo nacional" de Mussolini, y con la misión de destruir, precisamente, la idea "demoliberal", como la denominaba el célebre viudo de
Santa Evita. Las nuevas generaciones peronistas habían logrado, no obstante, dejar atrás ese anacronismo. Que regresó con toda su virulencia durante la "década ganada": alumnos surgidos
de una pedagogía simplona y "emancipadora" y militantes neosetentistas plantean nuevamente que la vida nacional se juega en una pulseada entre paladines y villanos de historieta. La polémica, por más
acalorada que sea, entre un país cosmopolita y otro endogámico resulta genuina y pertinente. Su reduccionismo facilón y su odio cerril es una patología siniestra. Pero el factor más espinoso
que Haidt no imagina es que en la Argentina una parte importante de la población está dispuesta a romper el sistema de partidos en pos de un movimiento antisistema que en nombre del "pueblo" sojuzgue
a la "antipatria". Ese detalle fundamental, que aquí promete una radicalización, parte dramáticamente en dos a la república y convierte el duelo de 2019 en una batalla entre sistemas.
Aquí la grieta no es meramente emocional, sino institucional y filosófica. Nadie podrá, por lo tanto, denunciar que no se debaten cuestiones relevantes en esta campaña;
pocas veces hubo una puja más seria que ahora, entre una democracia representativa y un régimen autocrático que pretende cargarse la división de poderes. Y nadie podrá negarle a Haidt la
razón, en cuanto a que no serán mayormente votos positivos, sino negativos: habrá que prestar mucha atención a cuál es el odio más voluminoso de las ciudadanías. Una polarización
encarnizada podría conducir a un bipartidismo virtuoso; este verdadero cisma en el mecanismo democrático resulta, en cambio, una tragedia. Experimentamos "una guerra civil de los espíritus".
Y hay quienes conjeturan que Cambiemos atizó esta herida, sin tener en cuenta la dinámica fenomenológica que describe Haidt, y el gran condicionante histórico: el divisionismo peronista, su eterna
aspiración al partido único. Sobre ese magma operó una facción desestabilizadora que no entregó los atributos y pasó a la resistencia, apostando al colapso y caracterizando al gobierno
constitucional como una "dictadura". A Haidt le faltan lecturas. Habría que regalarle Sinceramente y La razón de mi vida.
© La Nación
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