Por Roberto García |
Y como ninguna pareja regala juventud, inquieta ese proceso degenerativo, cuando en las escuderías el uno no es uno y, en la otra, al dos no le permiten siquiera ser dos. Son
como los matrimonios de antaño, por poder, en los que los novios se conocen el día de la boda, o aquellos dúos que ya estuvieron casados, se lastimaron en el divorcio y, ahora, insisten con una sospechosa
reconciliación de conveniencia.
Por la patria. En los dos bandos hay ruidos intermitentes. Por el lado de Macri, si bien alegró que Pichetto
pidiera no volver al pasado, negara un eventual default y en Nueva York les dijera a los fondos inversores lo que estos deseaban escuchar, cierta logorrea del candidato y sus exposiciones sobre lecturas que el Presidente nunca
tuvo motivaron una expresión graciosa: “Pero este quién se cree que es, ¿Churchill?”.
Pesa otra realidad para Macri: Pichetto le dio un envión en las encuestas, sosiego en los mercados y lo recompuso en el ánimo personal, bastante disminuido desde que debió
aceptar un rol secundario en la futura campaña por su propia reelección. Insólito, lo marginan de la pantalla para no irritar a una opinión pública esquiva: el protagonismo publicitario se
deriva a unos veinte o treinta funcionarios con la excusa de que gobierna un equipo. El proyecto de propaganda –anuncios de obras ya realizadas y otras por venir– prescinde del Macri líder y lo diluye en
el Macri masa. Ni siquiera apelan a María Eugenia Vidal, la guardan para la última etapa, suponen que entonces será determinante. Igual, Pichetto sintió el frío. Ni lo consultaron a la hora
de las listas, no pudo acomodar a nadie y encima le endosan a Claudia Rucci como aportadora de apellido en una legislatura provincial cuando esa ubicación la impuso la misma gobernadora.
El séquito de veteranos que acompaña al senador quedo atrás de la vidriera y, para colmo, hasta le imputan una inclinación peronista como si fuera una venérea
en desarrollo. Juntó, además, a funcionarios de ese origen contagioso (Ritondo, Monzó, Frigerio) que imaginaron tener voz y voto luego de un asado con Pichetto, donde además cantaron la marcha por
un desliz de Santilli y una broma del encargado de sonido. Sobre llovido, mojado, en particular para Monzó, a quien Macri acusa de conspirador por haber propuesto, en algún momento de crisis, que Vidal lo suplantara
como candidato. Aislado, bramó el ministro del Interior, también Pichetto, pero fueron rugidos menores: los condenaron a buscar votos en el interior y hasta les impidieron la realización de un acto masivo
en Parque Norte con la afición justicialista, bajo la invocación de que esas manifestaciones no corresponden –por razones de seguridad– ni suman a la estética de la Casa Rosada.
Esa ganancia la aprovecha Carrió, quien mejoró su estándar: pasó de tener tres diputados a colocar 15 y, sin que nada lo amerite, dispondrá de un comunero
en cada sección porteña, un sorpresivo obsequio que la obligó a retrasar la presentación de las listas porque ni conocía voluntarios para esos lugares. Saca más de lo que pone, al
revés de los radicales.
Busco mi destino. También Alberto Fernández padece en el otro equipo como un equilibrista recién
venido. Le faltan votos propios, vive de prestado y carece de territorio, se indigna a su vez si lo comparan con el obediente Cámpora (o la versión moderna, Parrilli). Pero está débil en la interna,
aun cuando lo distinga el FMI en lugar de Cristina –no es habitual que un director como Werner viaje para conversar con el candidato opositor, revela que lo considera con más oportunidades que las que le atribuyen
ciertos medios– . Para expresar autonomía de pensamiento, intentó preservarse del agujero negro que todo lo chupa, Cristina, cuando salió a cuestionar el Indec de entonces o los vínculos de
ella con Lázaro Báez en materia de negocios. Camino resbaladizo.
También se apartó de la inicial tarea de abogado defensor en la que había incurrido en lugar de candidato presidencial. Si hasta llegó a cuestionar al juez
que investiga a la viuda de Kirchner y su familia, Ercolini, su ex ayudante de cátedra, el mismo al que impuso como magistrado y al que alabó a los cuatro vientos como la decisión más cristalina
en una Justicia corrupta. Cambian los tiempos, los juicios y los acusados; basta recordar que en aquella época Fernández pretendía transparentar Comodoro Py junto al periodista de Clarín Daniel
Santoro, al que ayudó en sus investigaciones y le confesó en un libro sus críticas a ciertos magistrados. Hoy, como se sabe, Santoro es palabra muerta en el entorno cristinista. Parecen una estrategia
las nuevas declaraciones de Alberto; igual son menos contundentes que las solicitadas que escribió en contra de Cristina cuando ella era gobierno, incluyendo una memorable nota en la que le atribuyó al gobierno
de ella la muerte del fiscal Nisman (causa que le quita el sueño a la ex presidenta). Otros imaginan que está ofendido porque lo saltearon a la hora de ordenar las listas de candidatos, tarea en la que Zannini
y La Cámpora prevalecieron en el asesoramiento a la dama. Tampoco debe compartir el rencor de Cristina con ciertos personajes, convertidos en un calco de Macri. Como el ucase de ella contra Diego Bossio, un alter ego
de Massa que no pudo saltar ni incluirse en el traspaso, al que ella carga de reproches por su disidencia con los camporitas cuando les endosaba cierta promiscuidad de secta, hoy medianamente comprobada sin necesidad de hacer
nombres. En todo caso, Alberto debe preocuparse por un escenario futuro en el caso de que llegue a la Casa Rosada, ya esbozado en las caricaturas de Bonafini a Brieva, sin olvidar a Zaffaroni: células dormidas que le
exigirán lo que quizás no pueda darles como presidente, confrontación que Cristina verá desde la platea.
Complicados en sus nuevas vidas Miguel y Alberto. No siempre salen bien los raros maridajes.
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