Por Manuel Vicent |
Cada una de esas vidas, que le han acompañado a uno durante tanto tiempo, al final se resume en una sola imagen inolvidable. Tal vez será aquella hierba que os fumabais juntos oyendo a Janis Joplin, a Ray Charles
y a Otis Redding después de la manifestación bajo los gases lacrimógenos, o aquellos manteles bordados en un país del Tercer Mundo que las niñas rojas extendían a la sombra de los
pinos.
Él había traído de Bulgaria unos pepinillos agridulces y solo por eso se creía un revolucionario. Puede que medio siglo de amistad se concentre en aquel primer
viaje a Nueva York cuando en sus alcantarillas habitaban colonias de cocodrilos blancos y ciegos, o en el recuerdo de Sicilia en primavera o en el paseo por La Valeta de Malta después de contemplar la Degollación del Bautista de Caravaggio.
Uno de los nombres de la agenda te lleva a la tertulia del café y otro estará siempre unido a las risas de verano en la playa. Esos amigos eran de derechas o de izquierdas,
pero la guadaña les ha segado la ideología bajo los pies y ahora todos militan en el partido único de la muerte.
Una noche de insomnio, a altas horas de la madrugada, hice la prueba. Antes de eliminar de la agenda el nombre de un amigo muerto me armé de valor y marqué su número
de teléfono. Después de varias señales sentí que alguien levantaba el auricular al otro lado. El silencio largo y profundo que siguió a la llamada estaba lleno de lágrimas, fiestas,
placeres, desgracias, éxitos, fracasos y carcajadas.
© El País (España)
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